El gobierno Zapatero es un como un petrolero, de dimensiones más reducidas que las que gusta aparentar, que anda sin norte, con el casco averiado, vertiendo crudo al mar. Lo de menos es si hay rotos o simples grietas en los costados, si son hilillos o auténticas fugas sin control del oliscoso líquido negro lo que ensombrece el panorama español. Más allá de los obstáculos que se haya podido encontrar la embarcación a su paso, y de la responsabilidad que pueda tener el capitán de la nave por no haberlos valorado suficientemente ni tomado las debidas precauciones, o por no haberlos sabido evitar, se tiene la impresión de que la razón del desastre no es tanto externa como interna. El problema no está fuera, en las condiciones de la mar y en la presencia de obstáculos insalvables, sino en los propios motores del petrolero.
El gobierno y sus corifeos insisten en que el gobierno es estable, puesto que no pierde votaciones en el parlamento. Matices a parte, es esa misma política de geometría variable en las cortes españolas la que está debilitando considerablemente a Zapatero. Zapatero gana las votaciones fundamentales que se propone, pero la imagen que transmite y que percibe la ciudadanía es de debilidad, de sumisión a los grupos o lobbies que le sostienen, de falta de solidez en lo que dice, y de falta de coherencia en lo que hace. A base de forzar los motores en una dirección, y enseguida en la contraria, a base de bandazos, de dar marcha atrás y otra vez hacia delante, está claro que el mareo y el caos no afecta sólo a la tripulación.
Esa imagen trasciende fuera y es la que proyecta ahora España. Una imagen que hace aguas por todos los lados, o al menos por los principales aspectos que deben regir la vida de cualquier nación o Estado que se precie: la economía, la política interior y la exterior. España no tiene credibilidad y se ha situado a la cola de la recuperación económica, provocando comentarios crueles en medios financieros de prestigio. Resulta igualmente preocupante que los últimos debates de política interior o que hayan hecho reaccionar a la ciudadanía tengan que ver con las dudas o amenazas directas por parte del gobierno a los derechos y libertades fundamentales, como ha sucedido a propósito del controlador de escuchas Sitel y de Internet.
Que un ciudadano no sepa si está siendo vigilado en sus movimientos y comunicaciones como un terrorista o un narcotraficante, o que el gobierno pueda hacerlo sin permiso judicial y sin que llegue siquiera a saberse, es ciertamente inquietante. Pero que un gobierno apueste directamente por cerrar webs y controlar el acceso de los ciudadanos a Internet, una vea más sin orden judicial, como ha pretendido hacer de rondón en la disposición adicional de la Ley de Economía Sostenible, es verdaderamente indicador de su pérdida de sensibilidad democrática (y hace mucho más plausibles las veladas acusaciones de la oposición sobre la presunta incorrecta utilización del Sitel por parte del ministerio del interior). La rebelión de los internautas contra esa medida ha sido tan fulminante y contundente que el propio Zapatero tuvo que desdecir a la ministra de cultura, más preocupada por los intereses restringidos del gremio a que pertenece, que por la auténtica cultura y la libertad de expresión.
Cuando no se percibe que la política interior esté orientada al servicio de los intereses generales, más complicada se vuelve la política exterior. A España no se le toma en serio fuera. No hay asunto que le afecte que no dé sensación de impotencia, aislamiento y falta de decisión por parte del gobierno. Del secuestro del Alakrana por los piratas somalíes, al más reciente de los tres cooperantes españoles en Mauritania de manos de Al Qaeda, pasando por las relaciones con Marruecos actualmente en jaque a propósito de la activista saharaui Aminatu Haidar, o por la complaciente actitud española ante Gibraltar, donde las fuerzas británicas se permiten hacer prácticas de tiro con la bandera española o detener a guardias civiles españoles cuando estos persiguen a presuntos narcotraficantes que se refugian en el peñón. Hechos todos, que hemos presenciado o vivimos estos días, donde España no es respetada, y no lo es porque no es capaz de tener ni de adoptar una posición clara.
Zapatero es víctima de sus propios prejuicios ideológicos. Juega a inventar un ejército pacifista de simples tintes policiales y una seguridad privada de carácter militar. Apela a la memoria histórica y se afana en abrir tumbas (siempre que se trate de refrescar el franquismo), pero no entiende de responsabilidades históricas (reniega y se desentiende de los últimos restos del colonialismo español, como si cupiera también pedir responsabilidades al difunto Franco por el problema del Sahara, pero da carta de naturaleza al imperialismo británico en Gibraltar). Zapatero confiaba en llegar en buenas condiciones a la presidencia española de la Unión Europea y repostar allí para encarar el resto de la legislatura. Pero su imagen se ha deteriorado enormemente, no tiene un proyecto que ofrecer y carece de verdadero impulso.
En estos momentos de dificultad objetiva se observa con mayor claridad que todo lo que se halla a su alrededor es chapapote ideológico. Lo busque o no, es lo que consigue. Chapapote ideológico es su huera Ley de Economía Sostenible y su verdad más íntima, el golpe sorpresivo a Internet. Chapapote ideológico es su planteamiento de la reforma de la ley del aborto, y la polémica sobre los crucifijos en las escuelas. ¿Cuántos crucifijos hay actualmente en la escuela pública? ¿Y piensa Zapatero realmente que cabe exigir retirarlos de los centros concertados y de los centros privados, por mucho que lo quieran los republicanos independentistas catalanes de ERC? Cuando a través de la propia legislación que se promueve sólo se mira al pasado (felizmente desaparecido) o a un futuro utópico (que no se alcanza por el deseo de formularlo, trátese de producir el cambio del modelo productivo o el freno del cambio climático), lo único que se consigue es obviar el presente. Lejos de favorecer el esfuerzo conjunto para solucionar los problemas del momento, lo único que se consigue es manchar y dividir.
Por supuesto, la culpa del chapapote ideológico, como en todo, es del PP. Y lo que tiene que hacer, por ejemplo, el Tribunal Constitucional con el Estatut catalán es emplearse a fondo para desenmascarar el cinismo del PP, que plantea un recurso para Cataluña y vota eso mismo para Andalucía. Ese es el verdadero problema y no otro, como afirma hoy todo un profesor de derecho constitucional en la tribuna de El País, pretendiendo que el tribunal falle explícitamente contra el PP y no tanto contra el Estatut. El chapapote ideológico lo ha contaminado todo. Bien hará el PP a partir de ahora en emplearse a fondo para recuperar el mejor paisaje de la política española, por la cuenta que le trae si quiere gobernar, que de chapapote en efecto Rajoy y los populares tienen experiencia y saben un rato.