miércoles, 27 de septiembre de 2017

Radicalización inducida


Los fenómenos de radicalización inducida no son nuevos en la historia de España. Forman parte de la experiencia revolucionaria y no son sino una particular forma de comunicación entre las élites y el pueblo. Sobre ello reflexionó Julián Marías desde el lenguaje de la física: la carga eléctrica exterior electriza el interior, sin necesidad de que se hayan producido cambios internos espontáneos. Las posturas se tensan y la dialéctica de mutuas exclusiones se abre paso frente a cualquier apuesta por la moderación, el entendimiento o el diálogo. Las lealtades se cuartean y lo que hasta entonces se tenía como positivo y beneficioso se muta repentinamente en sospechoso o nocivo, malográndose la concordia y el consenso mismo acerca de la autoridad y lo que es legítimo.

Es lo que sucede en Cataluña. Apelar a un conflicto de larga duración con España para entender lo que estamos viviendo no tiene mucho sentido. ¿Desde cuándo data ese conflicto? ¿Desde los proyectos del conde-duque de Olivares y la sublevación de 1640? ¿Desde la Guerra de Sucesión de 1714 convertida en ‘guerra de secesión’ por la propaganda nacionalista de 2014? ¿Será desde el bombardeo de Barcelona por el denominado ‘general del pueblo’, Espartero, que acabó así en 1842 con la insurrección de los sectores populares más radicales de la ciudad, paradójicamente aliados con los grandes intereses económicos de la primitiva burguesía industrial catalana?

Podemos evocar igualmente a los ‘jóvenes bárbaros’ del discurso populista del primer Lerroux, yendo de la mano de los anarquistas en la Semana Trágica de 1909, el mismo dirigente republicano que reprimirá a las bravas desde el Gobierno la rebelión catalana de 1934 (la tercera intentona fallida en la breve experiencia republicana española, después de los amagos de 1873 y 1931). La actitud de Companys proclamando el Estado catalán dentro de una inexistente República federal española decepcionó profundamente a Azaña, el gran valedor del autogobierno catalán en 1932 y acusado injustamente ahora por Lerroux de haber instigado el pronunciamiento catalán.

Conflictos, en plural, han existido, existen y continuarán existiendo. Pero la cuestión más pertinente quizá para abordar el momento actual no es tanto preguntarse por el conflicto sino por la razón de la misteriosa transmutación de una burguesía catalana que fue complaciente con el franquismo después de 1939, en una clase dirigente connivente y hasta comprometida con el separatismo, todo en el horizonte temporal de un simple reemplazo generacional. Se puede apelar a Zapatero que en su pretensión de sellar una alianza estable con el nacionalismo impulsó y luego recortó el nuevo Estatut, nacido sin verdadera demanda social. O apuntar a Rajoy y su cruzada contra Cataluña en el TC para cosechar más votos en el resto de España. Pero no son razones suficientes.

No es fácil separar, sin embargo, la crisis del pujolismo y su sistema corrupto, cuestionado por la propia izquierda nacionalista catalana, del ‘procés’ de radicalización inducida que hemos sufrido. Los herederos de la vieja CiU, jaleados por esa izquierda, han querido aprovechar la supuesta debilidad de España en el contexto mayor de la crisis abierta en 2008 para ocultar la verdadera naturaleza y su propia responsabilidad en la particular crisis catalana. Han electrizado a la sociedad catalana polarizándola al extremo. Han atentado contra la Constitución y el Estatuto –de donde procede el poder que pretenden ejercer soberanamente– creando un vacío que sólo puede ser llenado por el radicalismo. El imaginario independentista se alza contra el absolutismo español buscando la efervescencia revolucionaria en una estrategia de desbordamiento del poder. 

Pero las actuales instituciones políticas españolas no son las del Antiguo Régimen ni las correspondientes a la dictadura franquista, aunque se fuerce esa comparación con el gobierno de Rajoy. Al margen de la parafernalia del referéndum y de la ‘desconexión’ con España, es evidente que la alianza del nacionalismo con la izquierda radical –la CUP pero también Podemos– busca hacer tabla rasa del edificio de 1978, el denostado Régimen otra vez, a cuya instauración tanto contribuyó el antaño nacionalismo moderado catalán, no tanto el vasco. El paisaje después de la batalla del 1-O sólo puede ser de desolación.

La reconstrucción exige diálogo con el nacionalismo, aunque para entenderse hay que saber qué lenguaje estamos hablando y qué se quiere decir cuando se dice lo que se dice. El ‘nuevo PSOE’ ha reintroducido con considerable confusión el debate de la plurinacionalidad, como quien acaba de llegar y se ha perdido el hilo anterior de la conservación. Desde la Declaración de Barcelona de 1998 el nacionalismo ha dado por liquidado el Estado autonómico y habla de un Estado plurinacional como sinónimo de Estado confederal, algo incompatible con los artículos 1 y 2 de la actual Constitución. ¿Ese es el nuevo punto de partida para la solución del ‘problema territorial’ en la Comisión que se pretende crear, o seguimos hablando por hablar?

Publicado en Diario de Navarra, 27 de septiembre de 2017