martes, 4 de agosto de 2009

Juego de máscaras (I)


Erving Goffman, un sociólogo canadiense que se consideraba heterodoxo dentro de la profesión porque se contentaba con observar atentamente a sus conciudadanos, en lugar de pretender explicar su comportamiento sirviéndose de encuestas más o menos alambicadas, llegó a una conclusión que continúa haciendo pensar. La vida social, como el teatro, donde los distintos actores interaccionan en el escenario ante una audiencia, es esencialmente una actuación que se basa esencialmente en ofrecer al otro la imagen que él espera de nosotros. Al final, no hacemos sino representar un papel conforme al guión determinado por la situación en la que nos encontramos, y por las personas con las que interactuamos. La vida individual y colectiva no es más que un desfile de máscaras, que varían en el tiempo y en función del contexto particular en que nos movemos.

La mirada de Goffman descansó observando la vida cotidiana de los habitantes de la isla de Shettland, pero puede enervar a cualquiera que la aplique a la jungla política. El juego político multiplica los escenarios y las audiencias y acaba construyendo una fachada tan imponente, que a base de solemnizar la actuación, acaba pervirtiendo su sentido. La actuación política se vuelve esencialmente cínica, muy alejada del carácter "natural" que le atribuye Goffman, atendiendo al proceso complejo que nos dispone a ser sujetos sociales. La premeditación y alevosía, la apariencia buscada y la hipocresía definen frecuentemente la práctica y la puesta en escena política al servicio de objetivos determinados que llegan a ir en contra del normal juego político, o que hacen simplemente denigrante la actividad política, apartándola diametralmente de su natural función y ejercicio. Es lo que ha sucedido de manera muy particular a propósito de la trama valenciana del caso Gürtel, y lo que estamos presenciando ante la decisión del tribunal competente de archivar la causa y exculpar al presidente Camps y sus colaboradores de un posible delito de cohecho.

Desde sus inicios, el caso Gürtel ha puesto en marcha una inmensa maquinaria teatral. Ya hemos comentado aquí algunos aspectos del asunto. Lo más relevante y perverso del caso es que ninguno de los actores implicados se ha limitado realmente a desempeñar su verdadero papel. El presidente de la Generalitat valenciana tiente tanto empeño en dignificar la institución que representa, y se considera a sí mismo tan honorable o más que cualquier político catalán que en la historia haya sido (también a Jordi Pujol los socialistas quisieron antaño quitárselo de encima con el caso Banca Catalana), que es incapaz de pronunciar mortal palabra mínimamente convincente. Se ha preocupado tanto por parecer honrado que ha terminado generando dudas, por tontas que resulten, de que realmente lo sea. Se ha mostrado en esta situación, sin duda difícil para él, tan preocupado por mantener una interpretación, por insostenible que fuera, con tal de que no se destruyera la idea de lo que él quería que el resto pensara de él, que ha sido incapaz de reconocer que -escaloncito a escaloncito- tuvo la debilidad de aceptar algunos regalos de personas indeseables a quienes inexplicablemente consideraba "amiguitos del alma" en la intimidad.

Admitir esa circunstancia puede ser una molestia política, pero no esconde un delito penal. Lo que sí tiene delito político es pretender que la audiencia crea que uno se comporta en el ejercicio de sus responsabilidades públicas de manera del todo irreprochable, cuando no importa sin embargo que quede acreditado ante ella (como se ha derivado del mini proceso judicial) que los amigos que se tienen sean unos auténticos rateros. No deja de ser una actitud cínica, pues lo segundo lleva a dudar de las virtudes cívicas (prudencia y veracidad, entre otras) que deben acompañar a un político, mucho más que lo primero. Camps ha sobrevivido políticamente, pero la política de trajes a la que se ha visto sometido, le ha llevado a un cambio de disfraces que le ha perjudicado seriamente. Cambio de disfraces y de máscaras. La sonrisa hipócrita que ha lucido este tiempo está por ver si desaparecerá con el cambio de decorado.

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