martes, 30 de septiembre de 2014

Regeneración, valores y conveniencia



El aborto no es una cuestión retórica ni simplemente ideológica, sino un drama personal y social, capaz de provocar una crisis política, como se ha visto esta semana. El asunto, tal y como se ha desarrollado en España en los últimos cinco años, resulta paradójico. El PSOE se empeñó en reformar la ley del aborto, sin que ello figurara en su programa electoral, pasando de la ‘despenalización’ del aborto en determinados supuestos a su reconocimiento como ‘derecho’ en una ley de plazos. El PP, que sí llevaba ese punto en su programa de 2011, ha renunciado finalmente a su proyecto de reforma de la ley Aído. El PSOE de Zapatero levantó la bandera de la liberación de la mujer invocando el ‘derecho a decidir’ sobre su propio cuerpo; la Conferencia episcopal no tuvo entonces mejor ocurrencia que apelar al lince ibérico en peligro de extinción; y el PP no sabe ahora qué decir a sus propios votantes. Es toda una muestra de un debate cerrado en falso.

Porque más que debate, ha habido cálculo, ideológico y electoral sobre todo. Lo tuvo el PSOE, pensando en las elecciones europeas y generales, y lo tiene el PP con la mirada puesta en las inmediatas municipales. No hay interés por debatir, ni desde el punto de vista sociológico, ni científico, ni moral la cuestión del aborto, aunque menudeen los planteamientos demagógicos, simplistas o frívolos. El aborto no es lo que permite disfrutar de la sexualidad de forma segura, ni puede convertirse en un método anticonceptivo más. La clave no está en que ninguna mujer que aborte tenga que ir a la cárcel, o deba ser torturada a costa de una política integrista o conservadora sobre la materia. Por lo mismo, cabría preguntarse cómo en nombre de la igualdad se puede prescindir de los débiles y los más desprotegidos, que en este caso son evidentemente los no nacidos y las mujeres que quisieran verse no forzadas a abortar. Se impone menos ideología y más antropología.

El gobierno se ha adelantado a decir que revisará lo concerniente a que una menor de 16 años pueda abortar al margen de los padres. Pero no es lo único que ha suscitado dudas o rechazo de la actual ley. Convertir el aborto en un “derecho fundamental”, como hace el preámbulo, contraviene toda la tradición jurídico-política occidental de los derechos y libertades, de la que supuestamente un partido liberal es garante. El ejercicio de un derecho es siempre una realidad gozosa, lo que en ningún caso se da en el aborto. Difícilmente se puede entender la permisividad hacia el aborto como un triunfo de la libertad. El aborto es siempre un acto cruel. Trasladar al aborto el lenguaje de los derechos supone banalizar tanto la vida del no nacido –ni cosa, ni bicho, sino vida humana– como el duelo de la conciencia, por mucho que esa doble presencia incomode al feminismo radical.

La regeneración política y democrática, de la que todos hablan, debe responder a una política de principios y de valores, no a razones de conveniencia. En ese sentido, la dimisión del ministro Gallardón es ejemplar. El Gobierno de Rajoy ha presentado la retirada de la reforma del aborto como un acto de concordia en busca del necesario consenso. Un consenso que en ningún momento buscó ni importó al anterior gobierno socialista, y al que tampoco parece dispuesto la actual oposición cuando, lejos de contentarse con el paso atrás dado por el PP, insiste en que no se toque ni una coma de la norma actual y en la retirada también del recurso pendiente ante el Tribunal Constitucional. Desde ese complejo de superioridad moral de la izquierda, no menos intolerante y avasallador que el supuesto dogmatismo católico que todavía anida en la derecha española, es ciertamente complicado fabricar un consenso. 

La pelota está en el tejado del alto tribunal, a no ser que el PP decida también retirar ese recurso, haciendo buena la ley no escrita según la cual la izquierda puede revocar sin complejos cualquier ley promovida por un gobierno anterior, y el centro-derecha no. El aborto no puede reducirse a una simple prestación sanitaria más. Ha de ser posible el diálogo y llegar con realismo político a un terreno común que favorezca la reducción de abortos y la regulación de la objeción de conciencia. Es necesario pararse verdaderamente a pensar en la realidad y en las consecuencias del aborto, conscientes de la gravedad de la materia. La que llevó sin éxito a un socialista como Rodríguez Ibarra a reclamar, en la anterior legislatura, un auténtico debate sobre la cuestión en los órganos internos de su partido antes de tramitar la reforma de la ley, y que se sometiese luego a referéndum. Se puede retomar la idea, ahora que a todos gusta convocarlos. 

Publicado en Diario de Navarra, 30 de septiembre de 2014

domingo, 14 de septiembre de 2014

Política y resiliencia


La resiliencia es un concepto que, procedente de la física, despierta cada vez más interés en los campos de la sociología, la psicología o la educación. Atiende a la capacidad de las personas para afrontar y salir fortalecido de la adversidad, algo que en la actual situación de crisis prolongada, se presenta más necesario que nunca. En Navarra se acaba de constituir una asociación para su promoción y desarrollo. Esperemos que su influencia llegue también a la política, donde al igual que en otros ámbitos, unos sobreviven y otros sucumben, aunque no esté claro que esa diferente suerte obedezca aquí a una clave resiliente en el modo de encarar la vida.

La presidenta Barcina, reforzada tras el fiasco de la comisión de investigación y la moción de censura, ha anunciado su voluntad de volver a ser candidata en las próximas elecciones. Pese a la presión de toda la oposición, lejos de quebrarse, ha recuperado la forma y disposición original. En su discurso de apertura del curso político, hizo referencia a las dificultades atravesadas, al sufrimiento experimentado, a los errores cometidos y a lo mucho aprendido de los mismos. Podrían considerarse, a primera vista, elementos de una política resiliente, pero un chequeo oportuno encuentra enseguida fallos.

La resiliencia en política no ha de contemplarse ni medirse fundamentalmente desde la perspectiva de los políticos sino de los ciudadanos, a quienes se debe la actividad política. Cuando de verdad se es consciente del dolor causado por las medidas de gobierno que había que tomar, pero que el propio descrédito generalizado de la política y de los partidos hacía más sangrantes, es obligado atender en justa reciprocidad a las exigencias ciudadanas que pesan sobre los políticos, aunque fuera como pobre reparación de las intrusiones, equivocaciones y abusos cometidos. Lo que importa realmente no es hacer frente a la adversidad, ni siquiera superarla, sino ser transformado positivamente por ella.

De los cuatro factores de la resiliencia mencionados por Grotberg, la presidenta ha enfatizado el ‘yo soy’ y el ‘yo puedo’, su autoestima, su fortaleza y sus habilidades. Pero ha relativizado el ‘yo tengo’, los apoyos externos, y el ‘yo estoy dispuesto a hacer’, la voluntad de progresar en los objetivos y la oportunidad de recontextualizar los hechos. En este sentido, ha sacrificado su compromiso de renovación del partido en beneficio de la unidad interna, necesaria pero no suficiente y difícil de garantizar mediante simples pactos de salón. UPN ha quedado descolgada y a contra pie en la carrera de la regeneración política, cuando estaba en disposición de tomar la delantera antes del vendaval de las elecciones europeas, que ha forzado a otros a moverse.

Pudiéndose haber adelantado a los acontecimientos, renovado la percepción del partido y legitimado el propio liderazgo de Barcina con un sistema innovador de elección de candidatos que fuera más allá del cabeza de lista, y que estuvo sobre la mesa, UPN ha fallado la ocasión y acabado por reforzar una imagen de cerrazón y resistencia a cualquier cambio, que resulta preocupante y muy poco resiliente. Malograda su propia iniciativa, sólo le queda hacer seguidismo de las dudosas e incompletas propuestas de regeneración del PP que pueden dar la impresión de que la única adversidad contemplada por los políticos es perder el poder o sus privilegios.

El conformismo es contrario a la resiliencia. El afán de superación y de trabajar para ello, con optimismo y esperanza, debe sobreponerse a cualquier discurso perdedor. El éxito político de Podemos, aun comerciando con el desencanto y la protesta, obedece a su propia ambición, al gran anhelo neosesentayochista que transmite (‘seamos realistas, pidamos lo imposible’) y que contiene en sí mismo un mensaje ganador, con mayor expectativa de voto cuanto más evidente resulte la falta de respuesta de los partidos de gobierno. Sólo quien no aspira a romper su propio techo electoral es imposible que lo haga.

Lo único demostrado en Navarra es que el voto del ‘miedo’ no proporciona mayoría absoluta. UPN debe reflexionar sobre ello. Su enemigo efectivo no es el nacionalismo ni el populismo ahora, sino la abstención, que no se vence exacerbando las pasiones políticas ni negando la presencia del otro. Tampoco el ‘odio’ a UPN o a Barcina puede ser garantía de una alternativa de gobierno. La resiliencia implica la disposición a ver con los ojos del otro y a dejarse penetrar también por su mirada, algo básico para poder llegar a acuerdos políticos y cuya ausencia compromete los asuntos más cruciales de la comunidad, como se ha comprobado en el reciente pleno sobre el autogobierno. Cuando los políticos no hacen lo que pueden para transformar las cosas, y se confía en que los ciudadanos no tendrán más remedio que votarles, no se puede responsabilizar a éstos de las consecuencias de sus dejaciones. Resiliencia no es resignación.

Publicado en Diario de Navarra, 14 de septiembre de 2014