El País, dispuesto a hacer daño a Zapatero, habla de escaso talante democrático, amiguismo e intervencionismo del gobierno en los medios de comunicación para asegurarse el disfrute del poder. El PP denuncia la utilización de los medios del estado por parte del propio gobierno para destruir a la oposición. Y, mientras, la economía -el mercado- sufre la agonía de una crisis negada en su día por Zapatero y que en España amenaza ya con la deflación, mientras otros países europeos han iniciado la senda de la recuperación. Más allá de determinados contextos que favorecen coincidencias de juicio ocasionales, todos los referentes esenciales de una sociedad democrática avanzada -la pujanza del estado de derecho, de la esfera pública y del mercado, estimulando permanentemente a la sociedad civil- aparecen ensombrecidos en el horizonte español como consecuencia de algo más que una simple tormenta de verano. La sensación de desorden y confusión que invade y desazona, no se explica únicamente por un errático estilo de gobierno basado en la altanería ideológica, el capricho personal y la improvisación política, aunque no deba menospreciarse el efecto que todo ello tiene en el entramado institucional.
La situación actual en que se encuentra el Tribunal Constitucional (TC) es elocuente. La partidización de las principales instituciones, junto a la territorialización del poder, ha consagrado en España el estado de las banderías. La lógica particularista prevalece sobre cualquier interés general. La política de hechos consumados, sobre los principios básicos de organización de la convivencia. Y ante eso, el TC, el supuesto garante del orden (constitucional e institucional, pues no hay constitución sin institución), parece incapaz de ejercer sus funciones. Que sea por falta de atrevimiento o por servilismo es lo de menos. Han pasado tres años desde que el PP presentó el recurso de inconstitucionalidad sobre el Estatuto catalán, y seguimos a la espera, aunque parece que el parto es inminente. El actual ministro de Justicia Caamaño ha dicho que la sentencia será la más compleja de la historia y que marcará el futuro del Estado de las autonomías. El futuro o el fin, porque no hay muchos constitucionalistas que entiendan que la Constitución del 78 pueda dar cobertura a un Estado confederal, que es lo que se deriva del nuevo Estatuto catalán, como han venido reclamando los nacionalistas con la fórmula del Estado plurinacional.
Pero curiosamente el ministro, que es catedrático de derecho constitucional, ha quitado hierro al asunto. El Estatut "lleva aplicándose dos años y pico largos y no ha pasado nada excepcional". Sorprende en un ministro de Justicia está legitimación de la política de hechos. Como si no importara que pueda estar aplicándose una ley contraria a la constitución, ley de leyes, y garantía de los derechos fundamentales y libertades de todos los ciudadanos. Como si no estuviera siendo elocuente, en pleno desaguisado económico, la confusión llena de cesiones y sobresaltos en torno a la nueva financiación autonómica que, termine como termine esa negociación, y sean justificables o no los términos finales, siempre serán favorables a Cataluña, porque esa es la premisa básica de que se parte, y de espaldas al resto, ateniéndose a la "bilateralidad". El desorden alimentado por Zapatero nace de su propia confusión entre la España plural -la idea de España como nación plural, que es legado de 1978- y el Estado plurinacional o confederal, ignorando cualquier matiz y distinción, lo que indujo a la vasquización de las reivindicaciones catalanas y a una mayor radicalización de las vascas.
Zapatero es el principal responsable del actual enredo catalán. Pensaba que el nuevo Estatut le perpetuaría en la política española, a él y a su partido, y ahora no sólo ha perdido el apoyo de sus antiguos socios (ERC) o minado la confianza del nacionalismo moderado (CiU) en Cataluña, sino que corre el riesgo de incrementar sus dificultades parlamentarias a costa del PSC, los socialistas catalanes, que se atreven ya a hablar de "gobierno de coalición" en Madrid entre PSOE y PSC, como si fueran realmente dos organizaciones completamente distintas, tal es el desorden y confusión que Zapatero ha sembrado en sus propias filas, por más que esa deriva del PSC venga de lejos. Zapatero cometió el error de anunciar que aceptaria el Estatut que le llegase de Cataluña, y esperemos que tenga la probidad de proclamar sin ambiguedades que aceptará y actuará en consecuencia con lo que venga del TC, desandando lo que haya de desandar. Lo de menos es la suerte de Zapatero. Importa sin duda más la de España. Y el desorden institucional en que estamos sumidos, afecta a la crisis y a las posibilidades de salir cuanto antes de la crisis, porque afecta a la confianza, en el pais y sus instituciones. Esta es la verdad que se percibe, cuando se piensan las cosas en el ritmo lento, en el espacio calmo de vacaciones, a salvo de la contingencia política.
Nixon, por mucho que se resistiera a aceptarlo, ha pasado a la historia asociado al watergate, y hasta ha consagrado el "gate" para cualquier escándalo (incluido el Madridgate, que afecta a Esperanza Aguirre). Aznar, más allá de sus previsiones, no podrá ser recordado sin referencia a la guerra de Irak y al 11-M. La suerte de Zapatero no está escrita y no hay por qué dudar de que puede todavía prestar un gran servicio a España. El desorden morrocotudo que ha provocado Zapatero y que ha puesto la cultura política de 1978 en cuestión, como ha valorado recientemente Juan María Sánchez-Prieto en el ámbito académico, puede favorecer tras Zapatero (pues se antoja imposible en la actualidad con él) un consenso entre socialistas y populares, que se hace cada vez más necesario, para revisar algunos aspectos de la Constitución española a la luz de la experiencia de estos treinta años. Los nacionalistas también reclaman su revisión en estos días, adelantándose a una posible sentencia desfavorable del TC sobre el Estatut, aunque el alcance que pudiera tener ese consenso pudiera no agradar en algunos aspectos esenciales a los nacionalistas.
Alemania fue un referente para España durante la Transición a la hora de organizar su sistema político y la propia estructura territorial, y debe serlo también ahora que Alemania ha sabido rectificar para asegurar el mejor funcionamiento del estado al servicio de los ciudadanos. España debe proceder también a esa reordenación del estado y sus instituciones. No se trata únicamente de garantizar los mismos derechos y libertades en todo el territorio, sino de hacer frente a los retos que España como nación tiene planteados dentro de Europa en el actual mundo globalizado. Es seguro que tras la sentencia del TC sobre el Estatut volveremos a oír hablar, en un sentido u otro, de "segundas transiciones".
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