domingo, 29 de noviembre de 2009

La dignidad del Tribunal Constitucional


El pasado 26 toda Cataluña se desayunaba con un mismo editorial en la prensa. En él se apelaba a la "dignidad de Catalunya" ante la expectación de la próxima sentencia sobre el Estatut, y los temores de que afecte al texto en aspectos fundamentales. Llama la atención que se hable en nombre de Cataluña cuando, a estas alturas, todo el mundo sabe -y de ahí los temores- que la sentencia, con independencia de la forma en que module su fallo, no va a ir en contra de los intereses de la sociedad catalana, sino en todo caso de la clase política que ha promovido una reforma del Estatut de manera precipitada, inoportuna, sin buscar el necesario consenso entre las fuerzas políticas catalanas y los partidos de ámbito español, y sin llegar a interesar siquiera a la ciudadanía catalana en la bondad de la reforma.

El editorial enfatiza el hecho de que el texto sometido a examen del Tribunal haya sido ya refrendado por los electores, pero nada dice de la escasísima participación registrada entonces, ni de la lectura política que mereció y exige ese hecho. La mayoría de la sociedad catalana dio la espalda a ese texto, porque no vio que su identidad estuviera amenazada, ni tampoco la madurez democrática de la España plural, como ahora se empeñan en decir los periódicos catalanes pretendiendo poseer el alma de Cataluña. Resulta ridículo, por irreal, pretender vender que exista entre la población catalana "un creciente hartazgo por tener que soportar la mirada airada de quienes siguen percibiendo la identidad catalana (instituciones, estructura económica, idioma y tradición cultural) como el defecto de fabricación que impide a España alcanzar una soñada e imposible uniformidad". No es ese hoy, ni muchísimo menos, el cruce de miradas entre los catalanes y el resto de los españoles, o si se quiere entre Catalunya y España.

Por supuesto que "hay preocupación en Catalunya", y no es preciso "que toda España lo sepa", porque ya lo sabe. La preocupación anida en la clase política, y la clase política tiene muy preocupada a la ciudadanía, como han revelado las últimas encuestas del CIS. Pero nadie está harto de Cataluña, ni pretende conculcar su autogobierno. Si existe "hartazgo" va más bien en esa otra dirección: de los ciudadanos hacia sus gobernantes, a todos los niveles (en el marco autonómico y español). El hecho de que los medios de comunicación catalanes no tengan pudor en convertirse y actuar como agentes políticos, al servicio de los intereses inmediatos del poder, sin el menor atisbo de crítica como sería su función natural, es el mejor indicador de la verdadera naturaleza de la preocupación. A Zapatero, en una nueva muestra de su levedad política, le parece bien el editorial único y lo llama "libertad de expresión", cuando es sabido que cualquier unanimidad de la opinión publicada suele indicar más bien lo contrario, sin necesidad de hacer comparaciones con el pasado. Pero qué va a decir Zapatero, cuando es víctima de su propia cortedad de miras y hasta rehén, no ya de los nacionalistas de ERC, sino de los mismos socialistas catalanes, como ya indicamos en otra ocasión.

En nombre de la libertad de expresión se presiona al TC, con la bendición de Zapatero y de la Generalitat. Se le presiona y se le deslegitima, todos empeñados en presentarlo como una instancia política y hasta como una cuarta cámara legislativa (y habrá que preguntarse quién ha contribuido de manera particular a que eso pudiera ser así y al actual desprestigio del TC). Pero el TC está para soportar presiones y para actuar con criterios jurídicos y no políticos. Quienes sugieren ahora -después de todo lo que sabemos- que PSOE y PP se pongan de acuerdo para desbloquear la renovación de algunos miembros del TC, están dando por supuesto que el fallo ha de ser político, y sería de escándalo que después de tres años de espera para llegar a la ansiada sentencia, hubiese que esperar otros tres. El TC es el guardián de la Constitución y tiene todo el derecho y el deber de pronunciarse sobre la constitucionalidad de las leyes, máxime si afectan de manera fundamental al "marco de convivencia español", que eso es en definitiva la Constitución.

Si el problema es que a algunos políticos e intelectuales orgánicos no les gusta la actual Constitución, que trabajen abiertamente para cambiarla. Están en su derecho. Que se pronuncien claramente por una nuevas Cortes Constituyentes que procedan a la elaboración de una nueva Constitución. Pero que se haga según el procedimiento previsto en la propia Constitución, que requiere mayoría cualificada y, por consiquiente, un inevitable consenso entre los partidos mayoritarios, atendiendo al propio juicio de los ciudadanos españoles. Pero pretender reformar la Constitución por la via de la reforma estatutaria (que exige un menor respaldo parlamentario) y de los "hechos consumados", hurtando el verdadero objeto y alcance del debate, no dice mucho de la madurez democrática de quienes así han actuado.

No es posible ni nadie tiene intención de dar un "cerrojazo institucional" a Cataluña, como denuncia el editorial, pero tampoco es admisible una reforma encubierta de la Constitución, y pretender además que la sancione de oficio el TC. Eso si que sería convertirlo no en la cuarta, sino en la primera cámara legislativa. Hay quienes se afanan en confundirlo todo, haciendo gala de un pensamiento con escasos matices. Lo que está en juego con la sentencia del TC no es el cierre definitivo del Estado autonómico, sino el tránsito directo de un Estado autonómico a otro plurinacional sin que llegara a saberse cómo fue, esto es, sin tocar la Constitución. Porque es más que dudoso, por no decir incierto, que la Constitución de 1978 contemple ese modelo. Una cosa es la distinción entre regiones y nacionalidades (de mayores potencialidades que las existentes en la actualidad), y otra la cosoberanía o la bilateralidad, como asume el Estatut.

La Constitución de 1978, nacida de un gran consenso, fue cuidadosa con los nacionalismos. Éstos nunca estuvieron solos a la hora de reclamar la autonomía. El pacto democracia-autonomía, que puso los cimientos de la España plural durante la Transición, manifestó una exquisita voluntad por parte de las mayorías de no imponerse a las minorías. Si eso fue así, con mayor razón debe entenderse que lo que no es aceptable en democracia es que las minorías se impongan a las mayorías a base de chantajes o amenazas, violentando o hurtando las reglas del juego. La España plural ya existe, no depende del nuevo Estatut catalán, aunque pueda profundizarse en ella. Lo que puede quedar hecha añicos en el caso de una sentencia negativa, no es esa España, sino la credibilidad y el propio entendimiento político de Zapatero y Montilla. Ellos serían los responsables de cualquier sensación de engaño. Pero, por importante que esto pueda ser, mucho más lo es la dignidad del Tribunal Constitucional.

No nos engañemos. Es importante saber si en España funcionan las instituciones, o si el país está por el contrario abocado a un permanente desorden institucional. Lo que no es de recibo es que, al hilo del editorial, algunos intelectuales orgánicos catalanes apelen no ya a la futura presión soberanista o independentista si no se aceptan los actuales términos, ni a las dimensiones desconocidas por las que podría transcurrir la confrontación de Catalunya con España, sino a la ruptura total de la confianza con la que se tejió la Transición, cuando los responsables del actual escollo en que se encuentra el Estatut (que no son ni Aznar ni el PP, por mucho que pretendan desviar hacia ahí la atención), lo han llevado hasta aquí dando conscientemente la espalda a la Transición y al Estado autonómico, al que ya dieron unilateralmente por liquidado hace tiempo.

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