La violencia, la intimidación, el fanatismo, el terrorismo existe, no sólo en Afganistán, Irak u Oriente Medio, sino también en España. Esta mañana ETA hacía explotar una bomba en el Campo de las Naciones de Madrid, frente a la sede de Ferrovial Agromán, una de las empresas constructoras encargadas de la realización de la Y vasca, la nueva red ferroviaria de alta velocidad. De esa forma pretende la organización terrorista forjar el nombre de la nación vasca, a sangre y fuego, intentando detener el progreso y la aceleración del tiempo para viajar al interior de la intrahistoria.
El atentado se ha producido pocas horas después de que el Tribunal Supremo, haya acordado anular las listas presentadas por Askatasuna y Democracia 3 Millones (D3M) para concurrir a las próximas elecciones vascas del 1 de marzo. Esta vez la Fiscalía del Estado y el Gobierno no se han andado con contemplaciones en su solicitud al Alto Tribunal, a pesar de que los nombres de una de las candidaturas no estaban “contaminados”. Ha bastado el argumento de que la formación comparte la lógica de los violentos. Un argumento que ni la Fiscalía ni el Gobierno quisieron utilizar con las listas de ANV en las pasadas elecciones municipales (ni tampoco con el PCTV hace cuatro años), limitándose entonces a impugnar ante el Supremo únicamente aquellas candidaturas concretas que presentaban nombres contaminados, sin cuestionar otras listas “blancas” de esas mismas siglas, argucia que permitió a los violentos seguir en no pocos ayuntamientos vascos.
Tan partido “dormido” era ANV en aquel momento como Askatasuna ahora. Pero eran los tiempos de la negociación del Gobierno con ETA. Ese juego de Zapatero queda ahora claramente al descubierto (aunque entonces el hecho se justificó, ante las peticiones y críticas de la oposición, como un respeto exquisito al Estado de derecho). La misma reacción que hoy ha tenido ETA ante la decisión del Supremo viene a ser una inmediata certificación de que efectivamente esas dos nuevas formaciones habían sido ideadas por el entramado de ETA-Batasuna, y de que la vez anterior el Gobierno cedió al chantaje de los violentos con una pirueta (unas listas del mismo partido sí, otras no) similar a la que hizo el PCTV en la última investidura de Ibarretxe (dividiendo el voto de sus diputados en la cámara vasca y prestándole únicamente los estrictamente necesarios para su elección, sin que tras la reciente ilegalización de este partido, cuyo grupo no quiso disolver en su momento el presidente del Parlamento Vasco, Atutxa, nadie haya hablado de contaminación de origen). Cuando se acepta o se cede a la lógica de la violencia, está claro que la lógica democrática se resiente. No ceder al chantaje de la violencia, ni relativizar cualquier interconexión entre política y violencia, es además el único modo de hacer justicia a las víctimas del terrorismo.
No ha sido ésta, sin embargo, la única noticia en las últimas horas de violencia relacionada con la política. La víspera una manifestación convocada por la asociación Galicia Bilingüe contra la imposición de la lengua gallega trató de ser impedida por medios violentos en Santiago de Compostela. Sedes de partidos políticos y medios de comunicación democráticos pintarrajeadas o dañadas, cierre de accesos a la ciudad, carreteras incendiadas, agresiones directas contra la marcha, enfrentamientos con la policía, destrozos. La libre expresión violenta. Qué extraña paradoja: la política del poder legal autonómico, es decir del Gobierno bipartito (PSOE-BNG), es defendida por bandas incontroladas (nacionalistas e independentistas), mientras la oposición toma la calle protegida por la Policía Nacional.
La lógica de la violencia acaba anidando irremediablemente en el nacionalismo esencialista, que goza de buena salud en el Estado nuestro de las banderías, por mucho que se cuestione en el plano teórico. La crítica de la idea esencialista de nación conduce a aceptar para cualquier nación (cultural o política) su carácter de construcción localizada en un tiempo y espacio concretos; y a ser consciente de que toda identificación nacional comporta entremezcladas tradiciones e identidades múltiples, sin que deba atribuirse de antemano a ninguna de ellas una mayor legitimidad sobre las demás. Esto lleva a rechazar cualquier planteamiento monocultural, monopolítico y monocionalista ligado a la antigua noción de soberanía como poder omnímodo y excluyente.
Es la crisis actual de esa noción de soberanía la que lleva a considerar la dificultad del concepto tradicional de Estado-nación edificado sobre una triada de elementos que se entienden normalmente en términos de identificación: una determinada cultura o identidad cultural (quintaesenciada por la lengua) es afirmada en términos de nación y ésta debe constituir un estado (si no quiere admitir su fracaso histórico). No existen naciones eternas, ni identidades esenciales. La identidad requiere un proyecto compartido que debe ser constantemente actualizado en el tiempo. Ojalá los nacionalismos también lo comprendan. Invocar el plurinacionalismo (como hace la Declaración de Barcelona firmada en 1998 por los nacionalistas vascos, catalanes y gallegos, dando por liquidado el Estado autonómico español), y formular a continuación (con el amparo del PSOE en algunas de esas comunidades) políticas que si destacan por algo es por su carácter mononacionalista, no deja de ser un profundo contrasentido. La soberanía se vuelve contra la ciudadanía.
La nueva revolución de la soberanía (a la que asistimos en el siglo XXI, alejándose de la protagonizada por los siglos XVI-XIX) incluye hoy nociones como la de soberanía difusa o compleja (vinculada a la propia idea de nación plural, que no admite exclusiones de ningún tipo: tampoco de la parte mayor en beneficio de la menor) y que llevan a valorar tanto la originalidad del Estado autonómico español como las posibilidades del constitucionalismo de 1978. Bueno es considerarlo frente a la lógica de la violencia, que pretende naturalizarse en la España de las banderías, pero que es incompatible con el Estado Constitucional.
El atentado se ha producido pocas horas después de que el Tribunal Supremo, haya acordado anular las listas presentadas por Askatasuna y Democracia 3 Millones (D3M) para concurrir a las próximas elecciones vascas del 1 de marzo. Esta vez la Fiscalía del Estado y el Gobierno no se han andado con contemplaciones en su solicitud al Alto Tribunal, a pesar de que los nombres de una de las candidaturas no estaban “contaminados”. Ha bastado el argumento de que la formación comparte la lógica de los violentos. Un argumento que ni la Fiscalía ni el Gobierno quisieron utilizar con las listas de ANV en las pasadas elecciones municipales (ni tampoco con el PCTV hace cuatro años), limitándose entonces a impugnar ante el Supremo únicamente aquellas candidaturas concretas que presentaban nombres contaminados, sin cuestionar otras listas “blancas” de esas mismas siglas, argucia que permitió a los violentos seguir en no pocos ayuntamientos vascos.
Tan partido “dormido” era ANV en aquel momento como Askatasuna ahora. Pero eran los tiempos de la negociación del Gobierno con ETA. Ese juego de Zapatero queda ahora claramente al descubierto (aunque entonces el hecho se justificó, ante las peticiones y críticas de la oposición, como un respeto exquisito al Estado de derecho). La misma reacción que hoy ha tenido ETA ante la decisión del Supremo viene a ser una inmediata certificación de que efectivamente esas dos nuevas formaciones habían sido ideadas por el entramado de ETA-Batasuna, y de que la vez anterior el Gobierno cedió al chantaje de los violentos con una pirueta (unas listas del mismo partido sí, otras no) similar a la que hizo el PCTV en la última investidura de Ibarretxe (dividiendo el voto de sus diputados en la cámara vasca y prestándole únicamente los estrictamente necesarios para su elección, sin que tras la reciente ilegalización de este partido, cuyo grupo no quiso disolver en su momento el presidente del Parlamento Vasco, Atutxa, nadie haya hablado de contaminación de origen). Cuando se acepta o se cede a la lógica de la violencia, está claro que la lógica democrática se resiente. No ceder al chantaje de la violencia, ni relativizar cualquier interconexión entre política y violencia, es además el único modo de hacer justicia a las víctimas del terrorismo.
No ha sido ésta, sin embargo, la única noticia en las últimas horas de violencia relacionada con la política. La víspera una manifestación convocada por la asociación Galicia Bilingüe contra la imposición de la lengua gallega trató de ser impedida por medios violentos en Santiago de Compostela. Sedes de partidos políticos y medios de comunicación democráticos pintarrajeadas o dañadas, cierre de accesos a la ciudad, carreteras incendiadas, agresiones directas contra la marcha, enfrentamientos con la policía, destrozos. La libre expresión violenta. Qué extraña paradoja: la política del poder legal autonómico, es decir del Gobierno bipartito (PSOE-BNG), es defendida por bandas incontroladas (nacionalistas e independentistas), mientras la oposición toma la calle protegida por la Policía Nacional.
La lógica de la violencia acaba anidando irremediablemente en el nacionalismo esencialista, que goza de buena salud en el Estado nuestro de las banderías, por mucho que se cuestione en el plano teórico. La crítica de la idea esencialista de nación conduce a aceptar para cualquier nación (cultural o política) su carácter de construcción localizada en un tiempo y espacio concretos; y a ser consciente de que toda identificación nacional comporta entremezcladas tradiciones e identidades múltiples, sin que deba atribuirse de antemano a ninguna de ellas una mayor legitimidad sobre las demás. Esto lleva a rechazar cualquier planteamiento monocultural, monopolítico y monocionalista ligado a la antigua noción de soberanía como poder omnímodo y excluyente.
Es la crisis actual de esa noción de soberanía la que lleva a considerar la dificultad del concepto tradicional de Estado-nación edificado sobre una triada de elementos que se entienden normalmente en términos de identificación: una determinada cultura o identidad cultural (quintaesenciada por la lengua) es afirmada en términos de nación y ésta debe constituir un estado (si no quiere admitir su fracaso histórico). No existen naciones eternas, ni identidades esenciales. La identidad requiere un proyecto compartido que debe ser constantemente actualizado en el tiempo. Ojalá los nacionalismos también lo comprendan. Invocar el plurinacionalismo (como hace la Declaración de Barcelona firmada en 1998 por los nacionalistas vascos, catalanes y gallegos, dando por liquidado el Estado autonómico español), y formular a continuación (con el amparo del PSOE en algunas de esas comunidades) políticas que si destacan por algo es por su carácter mononacionalista, no deja de ser un profundo contrasentido. La soberanía se vuelve contra la ciudadanía.
La nueva revolución de la soberanía (a la que asistimos en el siglo XXI, alejándose de la protagonizada por los siglos XVI-XIX) incluye hoy nociones como la de soberanía difusa o compleja (vinculada a la propia idea de nación plural, que no admite exclusiones de ningún tipo: tampoco de la parte mayor en beneficio de la menor) y que llevan a valorar tanto la originalidad del Estado autonómico español como las posibilidades del constitucionalismo de 1978. Bueno es considerarlo frente a la lógica de la violencia, que pretende naturalizarse en la España de las banderías, pero que es incompatible con el Estado Constitucional.
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