jueves, 10 de septiembre de 2009

El silencio de los intelectuales (I)


El término de intelectuales puede resultar pedante, pero hombres de ideas preocupados por la política afortunadamente no han faltado en la historia. Destutt de Tracy, introductor del término "ideología" a finales del XVIII, aspiraba a que ésta fuera una auténtica ciencia superior de las ideas, socialmente útil y orientada a la transformación de la sociedad. El liberalismo reunió al político y al intelectual en la misma persona convirtiéndole en la piedra angular de la construcción del estado de derecho. Luego, el divorcio de pensamiento y acción, consustancial al adveninimiento de la sociedad de masas, fue visto con tintes pesimistas por parte de los intelectuales, pero consagró el concepto y la figura del intelectual como conciencia crítica frente al poder político y frente a las propias ideologías, entendidas cada vez más como falsas y/o totalizantes representaciones de la realidad que impiden el verdadero conocimiento de las cosas y el progreso de la libertad. Claro, que no han faltado en los tiempos más recientes "intelectuales orgánicos" al servicio de la ideología dominante, dispuestos a sostener el poder o a cambiarlo por medio de una "revolución cultural".

De todo ello hay muchos ejemplos en la historia intelectual de España. De Feijoo o Jovellanos a Alcalá Galiano y Castelar; de Cánovas a Costa, de Giner de los Ríos a Ortega y Azaña, de Fernando de los Ríos a Julián Marías o Tierno Galván. Intelectuales de orientaciones diversas, con verdadera sensibilidad por el saber y el poder de la palabra, y que compartían un mismo afán en términos de voluntad de entendidmiento, de convivencia, de civilismo, de construcción efectiva del Estado constitucional, de dignidad parlamentaria y reputación del poder político, de rechazo de la violencia, de modernización y de apertura a Europa. Intelectuales que albergaban, en suma, una misma preocupación por el devenir de España, y que hoy curiosamente parecen haber desaparecido, bien porque no merecen o no se les concede esa consideración, o -lo que es más triste- porque callan vergonzamente. Al menos, lo han hecho hasta ahora generalmente, retirados en su torre de marfil o comprando su silencio al calor del presupuesto público, sin atreverse a criticar a quien generosamente le paga, o querría que pagase sus servicios, y a ello dedica sus desvelos para ejercer después "libremente" la "profesión". La profesionalización de la política no ha generado únicamente una política inconsistente, sino también un intelectual inconsistente, absolutamente silente, bien porque se ha acomodado al poder, bien porque se ha retirado o desentendido completamente de lo que sucede en el espacio público.


Zapatero tiene buena parte de responsabilidad en esta nueva versión de "la traición de los intelectuales" (el célebre título de Benda). Zapatero ha presumido inocentemente de contar con el apoyo de los intelectuales, cuando de lo que ha disfrutado más bien ha sido de la compañía y complicidad cortesana de un significado grupo de "artistas", tan ensalzados y alimentados desde el poder en su calidad de portadores de los "nuevos valores" culturales, como denostados por la oposición como simples "tiriteros" o "socialistas millonarios", que claman contra la guerra y otras injusticias, o consienten con ellas, en función del guión establecido o la oportunidad del contexto. Lejos de erigirse en una voz crítica hacia el poder, estos nuevos "intelectuales orgánicos" no forman más que un coro que acompaña a la política-propaganda del socialismo de Zapatero, muy alejada por demás de otras luces y letras que no sean los focos y los tipos de los platós y pantallas de televisión. Algunos reprochan estos días a este coro de celebridades que no alcen su voz contra la presencia de España en la guerra de Afganistán, o contra el envío de nuevas tropas para "imponer la paz" allí, cuando lo que habría que echarles en cara es que se hayan prestado estos años a jugar con una palabra como esa, PAZ, montando la llamada Plataforma de Apoyo a Zapatero, que resulta tan sorprendente(mente ridícula) como el logotipo ZP o el símbolo de la ceja, que sin duda no pasarán a los anales de la Historia.

Reducidos los intelectuales a esta categoría fabricada por Zapatero, no es de extrañar en el fondo que (los auténticos) hayan desaparecido del escenario. Pero no es ésta razón suficiente para su silencio, insensibles, parece, al delicado momento que registra España, golpeada severamente por la crisis y llena de incertidumbre con vistas al futuro, no sólo en el ámbito económico, aunque los datos galopantes del paro y del déficit público resulten por sí mismos estremecedores. Resulta igualmente preocupante que la prensa, o cuanto menos la que se declara independiente y de ideas, y que se le suponía llamada a prolongar la función intelectual dentro de una sociedad democrática y de masas, únicamente se atreva a elevar un pensamiento crítico cuando (después de haberse lucrado a la sombra del poder) sus intereses económicos comienzan a peligrar. El País, que ha cubierto no informativa sino políticamente muchos desaguisados del gobierno del PSOE en los últimos años, ha hablado ya hace unos días -con mucho retraso respecto a la percepción de la ciudadanía- de una España "a la deriva" bajo el débil pulso de Zapatero (imagen que éste ratificó en el debate parlamentario de ayer, y que Rajoy aprovechó simplemente para ir a lo suyo). Aunque no hay mucha esperanza de que dicho periódico pueda volver a sentar "autoridad" ni marcar el rumbo de las ideas, a la luz del amarillismo de que ha hecho gala también  últimamente (fotos de las fiestas privadas de Berlusconi o, aún más, de la prostitución en las calles de Barcelona). Pero de eso -de la partidización y creciente frivolidad de la prensa y otros medios de comunicación en España- puede vanagloriarse igualmente Zapatero. Un dudoso mérito que no ha bastado para hacer reaccionar a los intelectuales.

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