Una convicción de los intelectuales españoles del primer tercio del siglo XX -la edad de plata de nuestras letras- era que la demagogia no solucionaría ninguna de las dificultades y problemas que afectaban a la política y a la vida del país. Por eso algunos temían a la democracia que pudiera surgir desde abajo y se contentaban con preconizar la revolución o las reformas desde arriba. Hoy, parece que nos hemos contentado con que los gobiernos se formen después de las elecciones (en lugar de que las elecciones se hagan después de formar gobierno, para poder controlarlas, como sucedía en la España de la Restauración), y hemos vuelto a dar rienda suelta a la demagogia.
Nuestra vida política parece instalada en un permanente período electoral y, por consiguiente, en una continua conquista del voto. Nada importa verdaderamente sino eso, y como no hay descanso, resulta muy poco convincente el argumento de que para poder desarrollar un proyecto hay que ganar primero las elecciones, porque al final no existe otro proyecto que ganar las siguientes elecciones. Las pocas ideas que pueda tener un político se traducen en simples previsiones estratégicas o tacticistas. Y mientras, los problemas que acucian a los ciudadanos no hallan solución, porque las soluciones requeridas puede ser dolorosas, y lo políticamente correcto -la política que da votos- se acompaña siempre de una ética indolora, aunque por el camino se sacrifique la verdad. Los españoles, en la actual crisis, han acabado por saberlo.
La política de Zapatero se ha entregado más que ninguna otra a la demagogia, y sigue haciéndolo, como se ha comprobado en el inicio del curso político del PSOE con la fiesta-mitín celebrada en Rodiezmo el pasado fin de semana. La simbología del puño en alto, como signo de identidad obrera (y de cercanía a los trabajadores que tanto sufren en estos momentos difíciles), ha sido muy comentada. Lo que invita realmente a la reflexión no es el anacronismo del gesto, sino que lo hagan visible los miembros más jóvenes del gobierno o del partido ("miembras" en este caso, según la terminología acuñada por alguna de ellas) y que más se han destacado por su falta de ideas y de discurso, a la par que por su torpeza política. El temor a la huelga general de los sindicatos, a que se pueda acusar al gobierno de cualquier recorte social, permitió que se lanzaran en Rodiezmo acusaciones a los empresarios que, molestos con Zapatero y su política económica, acaban de anunciar su próxima movilización. Presenciaremos así lo nunca visto en treinta años de democracia en España: la concentración de los empresarios contra el gobierno. Otro logro de Zapatero.
Cuando la demagogia sustituye a las ideas y al verdadero estudio de los problemas, la política se convierte en ultra-política, según la terminología utilizada por Zizek. La ultrapolítica es la forma de negación del momento político más insidiosa y radical. Hurta la verdadera lógica del conflicto político al extremarlo mediante la militarización directa de la política, es decir, reformulando la política como una guerra entre "nosotros" y "ellos" (el Enemigo), eliminando de esa manera cualquier terreno compartido. El juego sucio y la implicación en él de las propias instituciones del estado forma parte de este modelo bélico. La imagen de esta semana de Garzón declarando como imputado ante el Supremo por un supuesto delito de prevaricación en su pretendida causa contra el Franquismo forma parte de esta guerra política. El País, apoyo logístico de Garzón en la ofensiva Gürtel, se ha escandalizado y ha hablado de venganza de la ultraderecha contra el juez de renombre internacional. Pero la degeneración de la política española en ultrapolítica es mérito principal de Zapatero.
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