sábado, 12 de septiembre de 2009

El silencio de los intelectuales (y III)


Los intelectuales, hombres de ideas y de universidad, apenas se hacen visibles en el debate político español, y los que lo hacen parecen a veces más interesados en hacer caja en las tertulias radiofónicas o televisivas, plegándose a los requerimientos de la política como espectáculo, que en hacer valer sus ideas y un tipo diferente de discurso. Más desconcertante resulta todavía ver cómo algunas buenas cabezas existentes dentro de la política española acaban por ceder a la lógica del discurso sectario, y se sujetan con auténtica fruicción al argumentario (infantil) del manual del elector del partido de turno, pensando que así prestan un importante servicio al país. Se pudo ver con ocasión de la última campaña al parlamento europeo. Para hacer eso, mejor le habría ido a algún candidato de buen pedigrí universitario aprovechar los mítines para tocar la guitarra, como había pensado en un principio.


Peces-Barba, en un celebrado artículo publicado en El País (29-08), se ha referido recientemente a algunos engaños y errores de la política española. El eco fundamental que sus palabras han tenido, queda referido a las últimas líneas, donde se refería a lo que entendía como el error más de fondo del presidente del gobierno: su preferencia por la juventud sobre la experiencia, lo cual había provocado dentro del PSOE algunos "exilios" (citaba los nombres de Jauregui, Lopez Aguilar o Caldera, a los que cabe añadir el de Jordi Sevilla y en los últimos días) y explicaba la bisoñez con que decide y actúa Zapatero. Poco caso se le hizo a la vista del ritual de Rodiezmo. Pero lo llamativo del artículo es que para dirigir esa crítica (junto a algunas referencias al aborto y al Estatut catalán) el antiguo padre de la Constitución, ex presidente del senado, ex rector universitario y ex colaborador de Zapatero (como Comisionado para las Víctimas del Terrorismo en la pasada legislatura), tenga primero que alabar aciertos tan inverosímiles como la política exterior del gobierno, cuando ayer mismo el recibimiento del rey y de Zapatero al dictador venezolano Chávez debiera hacer reflexionar sobre lo contradictorio que resulta negociar aquí con su petroleo y su gas al precio del desprecio  o persecución que hace el dictador de todos los intereses de los españoles y de lo español allí. 

O que Peces-Barba tenga a continuación que emplearse a fondo en la crítica al PP, como si todo ello fuera preciso para legitimarse ante los "suyos" y poder afirmar lo que tenía ganas de decir respecto al partido en cuya órbita siempre se ha movido. Y, sin embargo, desde el otro frente, el atrevimiento de Peces-Barba ha llegado a interpretarse como si los intelectuales (de izquierdas) hubiesen abandonado a Zapatero (J.A. Zarzalejos), cuando en realidad lo que ha conseguido Zapatero es alejar a los intelectuales de su entorno, manteniéndoles en silencio, no se sabe en razón de qué suprema lealtad (en todo caso a una ideología antes que al pensamiento o conciencia individual). Son los efectos de la ultrapolítica, a la que parecen haberse sometido los intelectuales para su propio descrédito. Zapatero quema (y los políticos que empezaron con él lo saben), pero nadie explota. Incinera los cadáveres políticos, pero quienes tuvieron algún alma intelectual no resucitan con ella como auténticos espíritus libres, y acompañan a los intelectuales que permanecen en el limbo. El ex-ministro de cultura César Antonio Molina abandona también su escaño parlamentario para regresar a la universidad, pero sin decir una palabra, por ducho que se le suponga en materia  literaria.

Es urgente el regreso de los intelectuales. Es misión suya -lo han hecho con mayor o menor fortuna en España en otras épocas- combatir la incertidumbre y la desorientación que acompaña al actual cuestionamiento e inestabilidad de las instituciones, lo cual, lejos de dirigirse a una sólida recomposición del sistema, apunta a la temeraria disolución del existente. Desde esa perspectiva -y corresponde igualmente a los intelectuales ponerlo claramente de manifiesto y extraer sus consecuencias- cada vez es más preocupante el profundo divorcio existente entre las preocupaciones y sentimientos del país y la vida política de los gobiernos y de los parlamentos, tanto a nivel nacional como autonómico.


Es misión de los intelectuales alentar de manera decisiva la moralización de la política, y contribuir al desarrollo de una nueva ciudadanía activa y virtuosa, mucho más responsable y participativa, según el viejo ideal jacobino. Pero renunciando a la pura demagogia y propaganda, o a formas de ritual político periclitadas, que inducen a la polarización y militarización de la sociedad o de la política, atentando de forma grosera contra la independencia personal y la inteligencia de todos; y que no pueden, en cualquier caso, sobreponerse a la defensa y respeto de las reglas institucionales.


¿A qué esperan los intelectuales? No se trata de formar el "partido de la inteligencia", resucitando el espíritu elitista (y en esto decimonónico) de Ortega y Gasset. Pero sí se les puede pedir que al menos se oiga su voz, y sin complejos, aunque para algunos sea pura reminiscencia del viejo espíritu del 68. Nadie piensa que sean un adelantado de su tiempo, ni confía en la candidez idealista o narcisista de quienes sueñan con la transformación mágica de la realidad al solo soplo de su pensamiento. Se debe esperar de ellos, no obstante, que alienten el proyecto, el "afán de llegar" que favorezca la articulación de pensamiento y acción indispensable a todo reformismo social. España lo necesita.

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