viernes, 28 de agosto de 2009

Desorden institucional (y III)

El País, dispuesto a hacer daño a Zapatero, habla de escaso talante democrático, amiguismo e intervencionismo del gobierno en los medios de comunicación para asegurarse el disfrute del poder. El PP denuncia la utilización de los medios del estado por parte del propio gobierno para destruir a la oposición. Y, mientras, la economía -el mercado- sufre la agonía de una crisis negada en su día por Zapatero y que en España amenaza ya con la deflación, mientras otros países europeos han iniciado la senda de la recuperación. Más allá de determinados contextos que favorecen coincidencias de juicio ocasionales, todos los referentes esenciales de una sociedad democrática avanzada -la pujanza del estado de derecho, de la esfera pública y del mercado, estimulando permanentemente a la sociedad civil- aparecen ensombrecidos en el horizonte español como consecuencia de algo más que una simple tormenta de verano. La sensación de desorden y confusión que invade y desazona, no se explica únicamente por un errático estilo de gobierno basado en la altanería ideológica, el capricho personal y la improvisación política, aunque no deba menospreciarse el efecto que todo ello tiene en el entramado institucional.

La situación actual en que se encuentra el Tribunal Constitucional (TC) es elocuente. La partidización de las principales instituciones, junto a la territorialización del poder, ha consagrado en España el estado de las banderías. La lógica particularista prevalece sobre cualquier interés general. La política de hechos consumados, sobre los principios básicos de organización de la convivencia. Y ante eso, el TC, el supuesto garante del orden (constitucional e institucional, pues no hay constitución sin institución), parece incapaz de ejercer sus funciones. Que sea por falta de atrevimiento o por servilismo es lo de menos. Han pasado tres años desde que el PP presentó el recurso de inconstitucionalidad sobre el Estatuto catalán, y seguimos a la espera, aunque parece que el parto es inminente. El actual ministro de Justicia Caamaño ha dicho que la sentencia será la más compleja de la historia y que marcará el futuro del Estado de las autonomías. El futuro o el fin, porque no hay muchos constitucionalistas que entiendan que la Constitución del 78 pueda dar cobertura a un Estado confederal, que es lo que se deriva del nuevo Estatuto catalán, como han venido reclamando los nacionalistas con la fórmula del Estado plurinacional.

Pero curiosamente el ministro, que es catedrático de derecho constitucional, ha quitado hierro al asunto. El Estatut "lleva aplicándose dos años y pico largos y no ha pasado nada excepcional". Sorprende en un ministro de Justicia está legitimación de la política de hechos. Como si no importara que pueda estar aplicándose una ley contraria a la constitución, ley de leyes, y garantía de los derechos fundamentales y libertades de todos los ciudadanos. Como si no estuviera siendo elocuente, en pleno desaguisado económico, la confusión llena de cesiones y sobresaltos en torno a la nueva financiación autonómica que, termine como termine esa negociación, y sean justificables o no los términos finales, siempre serán favorables a Cataluña, porque esa es la premisa básica de que se parte, y de espaldas al resto, ateniéndose a la "bilateralidad". El desorden alimentado por Zapatero nace de su propia confusión entre la España plural -la idea de España como nación plural, que es legado de 1978- y el Estado plurinacional o confederal, ignorando cualquier matiz y distinción, lo que indujo a la vasquización de las reivindicaciones catalanas y a una mayor radicalización de las vascas.

Zapatero es el principal responsable del actual enredo catalán. Pensaba que el nuevo Estatut le perpetuaría en la política española, a él y a su partido, y ahora no sólo ha perdido el apoyo de sus antiguos socios (ERC) o minado la confianza del nacionalismo moderado (CiU) en Cataluña, sino que corre el riesgo de incrementar sus dificultades parlamentarias a costa del PSC, los socialistas catalanes, que se atreven ya a hablar de "gobierno de coalición" en Madrid entre PSOE y PSC, como si fueran realmente dos organizaciones completamente distintas, tal es el desorden y confusión que Zapatero ha sembrado en sus propias filas, por más que esa deriva del PSC venga de lejos. Zapatero cometió el error de anunciar que aceptaria el Estatut que le llegase de Cataluña, y esperemos que tenga la probidad de proclamar sin ambiguedades que aceptará y actuará en consecuencia con lo que venga del TC, desandando lo que haya de desandar. Lo de menos es la suerte de Zapatero. Importa sin duda más la de España. Y el desorden institucional en que estamos sumidos, afecta a la crisis y a las posibilidades de salir cuanto antes de la crisis, porque afecta a la confianza, en el pais y sus instituciones. Esta es la verdad que se percibe, cuando se piensan las cosas en el ritmo lento, en el espacio calmo de vacaciones, a salvo de la contingencia política.

Nixon, por mucho que se resistiera a aceptarlo, ha pasado a la historia asociado al watergate, y hasta ha consagrado el "gate" para cualquier escándalo (incluido el Madridgate, que afecta a Esperanza Aguirre). Aznar, más allá de sus previsiones, no podrá ser recordado sin referencia a la guerra de Irak y al 11-M. La suerte de Zapatero no está escrita y no hay por qué dudar de que puede todavía prestar un gran servicio a España. El desorden morrocotudo que ha provocado Zapatero y que ha puesto la cultura política de 1978 en cuestión, como ha valorado recientemente Juan María Sánchez-Prieto en el ámbito académico, puede favorecer tras Zapatero (pues se antoja imposible en la actualidad con él) un consenso entre socialistas y populares, que se hace cada vez más necesario, para revisar algunos aspectos de la Constitución española a la luz de la experiencia de estos treinta años. Los nacionalistas también reclaman su revisión en estos días, adelantándose a una posible sentencia desfavorable del TC sobre el Estatut, aunque el alcance que pudiera tener ese consenso pudiera no agradar en algunos aspectos esenciales a los nacionalistas.

Alemania fue un referente para España durante la Transición a la hora de organizar su sistema político y la propia estructura territorial, y debe serlo también ahora que Alemania ha sabido rectificar para asegurar el mejor funcionamiento del estado al servicio de los ciudadanos. España debe proceder también a esa reordenación del estado y sus instituciones. No se trata únicamente de garantizar los mismos derechos y libertades en todo el territorio, sino de hacer frente a los retos que España como nación tiene planteados dentro de Europa en el actual mundo globalizado. Es seguro que tras la sentencia del TC sobre el Estatut volveremos a oír hablar, en un sentido u otro, de "segundas transiciones".

lunes, 24 de agosto de 2009

Desorden institucional (II)

El País es un gran periódico, pues sabe como pocos modular los estados de ánimo colectivos. Durante la Transición comenzó a proclamar a partir de 1980 la idea del "desencanto" (la política española había entrado en una fase de desencanto, que hacía inevitable a la postre el relevo en el poder de Adolfo Suárez por los socialistas), y posteriormente ha jugado muchas veces con el tema de la "crispación", como lo ha vuelto a hacer en fechas recientes. El País, en los últimos meses, con ocasión del caso Gürtel particularmente, ha jugado a la crispación publicando materiales judiciales sujetos a secreto de sumario o provenientes de fuentes policiales que ni siquiera figuran en ningún sumario. Se ha dejado querer por sus informantes. Ha disfrutado a placer con la dosificación de la información "prohibida", valorando las reacciones, midiendo su impacto político. No ha dudado en exagerar los argumentos entrando directamente en el combate político.

El País ha jugado a la crispación, formando parte del juego político del gobierno y los socialistas contra la oposición representada por el PP, y ha acusado con cierto fariseísmo a la secretaria general del PP, Cospedal, de "prender la mecha de la crispación" por denunciar ante la opinión pública la "persecución" que sufre la oposición por parte del gobierno, valiéndose éste para ello de los propios instrumentos del estado (Fiscalía, policía). Los populares tendrían constancia de "escuchas ilegales" practicadas a sus dirigentes, propias de un "estado policial". Las publicaciones aparecidas en ciertos medios (en El País fundamentalmente) así vendrían a demostrarlo. Ante semejantes palabras, sin duda mayores, El País sirvió el escándalo con palabrería de no menor calibre, reprochando a la oposición que acudiera de nuevo a la teoría de la conspiración como ya hizo sobre el 11-M. En un duro editorial (9-08) exigía pruebas o dimisión de los líderes del PP que habían sustentado esas gravísimas acusaciones.

Resulta sospechosa, si no fuera obsesiva, la continua actitud de este periódico en reclamar el abandono de la política de destacados dirigentes del PP (Cospedal, Camps), hurtando de esta manera la verdadera confrontación democrática (en donde deben labrarse las verdaderas victorias y derrotas políticas), por mucho que El País se envuelva en la bandera de las instituciones a la hora de justificar sus peticiones. Es la misma sensación de impotencia y juego sucio que manifiesta el PSOE, como si confiara en conquistar o reconquistar políticamente algunos feudos por estos medios (enterrando vivo al adversario) antes que por la derrota directa en las urnas del oponente. Y es el mismo discurso de Zapatero, exigiendo mesura y responsabilidad al PP en sus declaraciones, al mismo tiempo que garantiza como presidente (en una manifestación más de su pensamiento mágico) el "correcto funcionamiento" del estado de derecho y de las instituciones.

El tópico, a base de repetirse, no se hace verdad. En España no funcionan correctamente las instituciones, es una lástima tener que decirlo así. Resultaría penoso, si fuera cierto, que el PP estuviese lanzado a una estrategia de descrédito de las instituciones. Para algunos son las acusaciones de espionaje sin pruebas las que amenazan con una quiebra institucional. Cuando, para comenzar, esa "acusación" no sólo es creíble sino, por triste que sea, bastante plausible a la luz de experiencias inmediatas o relativamente cercanas practicadas por unos u otros. El País ha explotado periodísticamente el caso de espionaje político en la comunidad de Madrid (que deja en entredicho a Esperanza Aguirre) y Rajoy ha recordado en estos días el escándalo de las escuchas ilegales del CESID (hoy CNI) bajo un gobierno de Felipe González, que acabó con la dimisión del entonces vicepresidente Narcis Serra. Alguna evidencia, susceptible de ser presentada en su momento ante un juzgado, deben tener los actuales responsables del PP para haber entrado a este juego con tantas ganas, más allá del afán que tengan de refrescar la memoria a Rubalcaba, quien tacha el asunto de infamia, y de las expectativas electorales que estimen pueda reportarles esta imagen de "persecución".

Allá ellos con sus divertimentos, pero no es éste el quid de la cuestión (por deplorable que sea la judicialización de la política, previa politización de la justicia, y de los medios, lo que contribuye a un general desorden y confusión institucional, presente en todo juego de máscaras), como ha podido verse de hecho en estos últimos días con el "giro" dado por El País. De tanta crispación provocada, de tanta crispación combatida, El País mismo ha acabado crispándose. La paradoja es que se ha vuelto contra el gobierno, a cuyos intereses servía en todo este asunto de la crispación. El fútbol levanta pasiones; y la guerra de los derechos televisivos del fútbol, todo un mar de crispación política; al menos en el capitalismo de izquierda, al que también afecta la crisis económica. El decreto de la TDT de pago, aprobado por vía de urgencia, después del fracaso de la fusión de las dos cadenas más afines al socialismo (Cuatro y la Sexta), ha encendido al grupo Prisa y el incendio puede tener graves consecuencias para el socialismo gobernante.

El antiguo soporte del felipismo, que nunca ha ocultado sus diferencias con el zapaterismo, ha roto el discurso del presidente sobre la bondad de nuestro estado de derecho y de nuestras instituciones y ha acusado directamente a Zapatero de practicar el más rancio clientelismo, además de dar pruebas de intervencionismo, propio de una república bananera, para doblegar a los medios "independientes". Juan Luis Cebrián ha ido más lejos y ha afirmado que ese decreto es un abuso que contradice abiertamente el talante democrático que pregona el gobierno. Un reportaje del periódico abundaba por demás en la enorme confusión que esa medida había generado en el mercado. O lo que es lo mismo, El País ha reconocido que en España con Zapatero no funcionan correctamente las instituciones. Esta es la razón de fondo que conduce a su descrédito y a la amenaza de quiebra institucional, que tanto preocupa a El País y en el país.

viernes, 21 de agosto de 2009

Desorden institucional (I)


No han sido pocos los intelectuales que, en los últimos cien años, han reflexionado -y lo siguen haciendo en la actualidad- sobre la precariedad de la democracia. La democracia es frágil y delicada, requiere de mil atenciones para que se desarrolle vigorosa, y sin una actitud vigilante y respetuosa de las reglas y de determinadas formas de moralidad pública, es fácil que en poco tiempo pueda perderse lo que tardó mucho en convenirse y hacerse fructificar. Vivimos tiempos acelerados, donde los progresos de la innovación científica y tecnológica, no se corresponden necesariamente con la serenidad o profundidad del pensamiento, ni con una mayor madurez en los modos de actuar o manifestarse. Más bien sucede lo contrario, tanto a nivel individual como colectivo.

El desorden y la confusión, en todos los ámbitos, parecen signos del tiempo presente. Cada vez es más complejo adivinar la propia realidad personal y social. La historia y la política actual se antojan más que nunca como un drama, aunque algunos prefieran disipar o disfrazar la inquietud o el malestar que les proporciona esa experiencia dramática con nuevas formas de mascarada -más propias de una sociedad cortesana que democrática-, antes que confesar su indecisión o incapacidad de afrontar responsablemente el futuro. Cuanto más se cierne la atmósfera de crisis, achicando el espacio de experiencia y alejando el horizonte de expectativa, con mayor fuerza se manifiesta el entretenimiento cortesano.

España se aleja de los principales países europeos (Alemania, Francia) que comienzan a salir de la recesión económica, y se deja ver tal como es, como una imponente fábrica de parados, este es el fuerte componente diferenciador, gobernada por grandes artistas de la imagen y la propaganda, a la vez que tristes improvisadores (más que administradores) del déficit público. Pero antes muertos que sencillos, como los viejos hidalgos españoles del siglo XVII, que aunque no nos llegue ya la camisa al cuello, los puños dobles son, y relucientes, por más que los gemelos sean de hojalata. Ese orgullo de hidalgo, que comienza a resultar quijotesco, por lo que tiene de pérdida del juicio político, es el que exhibe cada vez con menos rubor Zapatero.

Resulta trágico-cómico, si no fuera dramático, que el gobierno de Zapatero presuma de medidas presentadas como sociales y que apenas aprobadas se demuestran enormemente injustas, como ha sucedido con los 420 euros anunciados para los que han agotado las prestaciones de desempleo pero que -paradoja o demagogia- se aplican a quienes se encuentran en esa situación desde el 1 de agoto dejando fuera a la gran bolsa de parados sin subsidio a los que se decía querer socorrer. Y cuando el pueblo no se comporta como vulgo y se rebela contra su señor, entonces él, condescendiente, se inclina a escuchar y anuncia solemnemente que se revisará la medida, y que la ayuda se extenderá -oh graciosa concesión- a "los que la necesiten", lo que seguramente ha sembrado mayor caos en las oficinas del INEM. Ya lo ha dicho el actual ministro de Fomento José Blanco: aquí no habrá "decretazos" recortando derechos sociales como hizo el PP. Se suben los impuestos a los ricos y ya está. El problema es que entre los ricos se encuentran los cortesanos que rodean al gobierno del PSOE.

Zapatero, para no perder su sonrisa festiva, ha hecho desfilar a sus ministros y a sus ministras o vicepresidentas, improvisando vistosas medidas, dentro de una cuidada escenografía, con llamativo vestuario, como si se tratara de una cabalgata, la principal versión pública de las viejas mascaradas. El presidente se basta a sí mismo, no necesita consejos, no busca consensos, aunque se rodee de músicos y bailarinas, que han coreado las interpretaciones en los medios de comunicación u otros foros de la corte. Buscando todos halagar al patrón. Pero como en toda mascarada, hay enmascarados que no hablan ni cantan y que son cortesanos. Lo que sucede ahora, y sin duda contribuye a una mayor confusión, es que algunos enmascarados han descubierto su cara y han desafiado abiertamente al patrón, cansados de ser amigos del patrón o de que el patrón les haya dejado de tener como amigos, porque se afana en contentar a otros amigos que le halagan más. La reacción de El País (y el grupo Prisa) ante el "decretazo" del gobierno sobre la TDT de pago es elocuente al respecto, como referiré más tarde.

La democracia, los ciudadanos y las instituciones están en boca de todos, pero la política es concebida como un simple juego, haciendo gala de una frivolidad creciente. Bien es cierto que periódicamente se manifiesta bajo el lenguaje de la crispación. Porque es obvio que cuando se desconocen o no se respetan las reglas, jugadores y espectadores se acaban, en efecto, crispando.

martes, 11 de agosto de 2009

ETA y el PP


En verano se puede ver de todo y se consiente todo, incluso en política. Hay imágenes que no pasan desapercibidas, aunque se produzcan en una de esas tormentas de verano con mucho ruido y aparato eléctrico. Para algunos podrán formar parte del espectáculo en que se quiere convertir la actividad política, pero tanta desnudez, y de tan escaso gusto, acaba molestando a los espíritus más puros y sensibles. Es lo que ha sucedido con la escenificación de la detención policial de militantes del PP en Mallorca, exhibidos bien esposados ante las cámaras, como si de peligrosos delincuentes se trataran, al día siguiente de que ETA volviera a atentar por segunda vez en lo que va de mes en la isla, dentro de su particular campaña de verano, tratando de demostrar la buena salud de que goza la banda terrorista en su 50 aniversario, y de forzar una nueva negociación con el gobierno, aspecto al que no ha dejado de referirse en su último comunicado.

Antes de que este hecho de las detenciones del PP se produjera, la tormenta de verano se había desatado por unas declaraciones de la secretaria general del PP afirmando (tras la torpeza cometida por la vicepresidenta De la Vega a propósito del archivo del caso Camps) que el gobierno perseguía con más saña al PP que a ETA. La expresión no fue excesivamente afortunada, por más que los calores marbellís que la acompañaron tengan su parte de culpa (aunque, a decir verdad, más allá de la forma y la oportunidad, esas declaraciones no son en el fondo muy distintas de las que pronunció tiempo atrás el Fiscal Conde-Pumpido contra Garzón, en un arranque de sinceridad). El PP ha podido en el pasado instrumentalizar políticamente la lucha contra el terrorismo, pero no se acaba de entender, si no es por inmadurez, ceguera o subordinación política de los responsables, que pueda cometerse un exceso de este tipo, pues a la postre este sinfín de torpezas termina haciendo que sea o parezca verdad la afirmación de Cospedal.

Mientras ETA mata y pone bombas en Mallorca, trastocando de forma dramática la vida de tantos ciudadanos y turistas, y la misma imagen de España, la policía hace una demostración de fuerza con militantes del PP, lo que llama la atención de cualquiera, pues lo que el sentido común y la audiencia esperan en esas circunstancias es la noticia de la detención de los terroristas. Evidentemente no hay que pensar que no hagan todo lo posible para ello, pero razón de más, puesto que los resultados no son los esperados, para no desconcertar a propios y extraños con actuaciones como esta. Es obvio que la Fiscalía y la Policía tienen la obligación de perseguir a los corruptos, allá donde se encuentren, sin exclusión de los partidos políticos, pero llueve sobre mojado. Basta recordar lo que sucedió en Canarias, antes de que se desatara el caso Gürtel, donde se urdió una operación de criminalización del PP, en que magistrados, policías y periodistas actuaban juntos de un modo más que dudoso, y que los tribunales tendrán que juzgar ante la denuncia interpuesta por el PP.

Situar a ETA y al PP en el mismo plano resulta una imagen burda y excesiva, se haga con la intención que se haga. No es ciertamente la primera vez que se ha jugado con ella, pues lo hicieron socialistas o nacionalistas cuando el PP discutió en la pasada legislatura la politica antiterrorista del gobierno, antes de que éste rectificara en la actual. Se buscó entonces situar a ETA y al PP en los extremos, como ejemplo de radicalismos que había que evitar. Como si la existencia y las actitudes del PP justificaran la presencia de ETA, como en tiempos del franquismo, idea que se barajó de forma sutil para sostener la apuesta de Zapatero por la negociación con ETA.

Producido el giro de timón contra ETA, se escuchan ahora voces en el ámbito vasco entre los socialistas, aparentemente bienintencionadas, celebrando que el PP (vasco) haya entrado en la normalidad democrática, en constraste, dicen, con la vieja AP. Se olvida que incluso el núcleo del viejo PP vasco con Mayor Oreja procedía de UCD, y que, por lejano que pueda parecer ya, mérito de Aznar en la oposición fue la refundación del PP recogiendo la herencia de UCD y a costa del propio espacio electoral del CDS de Adolfo Suárez. Con todo, no es suficiente que desde el PSOE se haya superado la tentación de asimilar a ETA con el PP en el plano político, si no lo hace también el gobierno en el policial. No basta con descalificar, algo tendrá que explicar el ministro del interior Rubalcaba. Tanta frivolidad, aunque estemos en verano, no es de recibo.

Viñeta de
Martín Morales en Estrella Digital, 15-08-2009





sábado, 8 de agosto de 2009

Juego de máscaras (y II)


La actuación personal de Camps en la historia y en la esceneficación del caso Gürtel, no es la pieza principal de la tramoya montada. Lo que comenzó como una caza de montería, a instancias del juez Garzón, fue concretando sus objetivos y por eso los organizadores de la fiesta no están dispuestos ahora a cejar en el empeño, aunque se hayan dejado muchos pelos en la gatera, como le sucedió al superjuez, que -a raíz de una querella presentada por una asociación ciudadana- deberá responder ante el Supremo como imputado por un presunto delito de prevaricación por su actuación en el caso de la Memoria Histórica.

Existen dudas más que fundadas de la premeditación y alevosía con que han actuado demasiados actores en todo este montaje teatral. Si en la primera legislatura la estrategia de oposición de la oposición practicada por el gobierno de Zapatero tenía particular interés en que la audiencia identificara al PP con la herencia del franquismo, lo que justificaba su aislamiento (y la política de cordón sanitario promovida por los socialistas contra los populares), en la presente contienda -marcada por la crisis económica y la falta de coraje del gobierno para afrontarla convenientemente- la consigna establecida es presentar al PP como un partido corroído por la corrupción, y como tal invalidado como alternativa de gobierno. Por poco que a la opinión pública pueda parecer que haga el gobierno, este actúa con honestidad al servicio de los que más padecen, frente a una opocición sin escrúpulos que sólo pretende el asalto de las instituciones para utilizarlas, como siempre, con nulo sentido democrático y con fines personales, en beneficio de sus exclusivos intereses.

A esto se reduce la escena principal de la política española, en esto consiste el juego, y el archivo de la causa que implicaba a Camps no lo favorece. Por eso los promotores de este baile de máscaras tienen particular interés en alargarlo todo lo posible. La vicepresidenta De la Vega, tan contrariada por la noticia del sobreseimiento, como si le fuera algo propio en ello, tuvo la torpeza de quitarse la máscara antes de tiempo. Presume de abuelo represaliado por el franquismo (ocultando que luego fue rehabilitado y disfrutó de un alto cargo con el régimen), pero, incluso de viaje lejos de España, se adelantó a anunciar (vulnerando la lógica más elemental del funcionamiento democrático de las instituciones) el recurso del auto por parte de la Fiscalía Anticorrupción, antes de que lo hiciera el propio Ministerio público. La imagen del Fiscal General del Estado como simple correa de transmisión del gobierno se ha hecho más real que nunca (el mismo fiscal que se quejó amargamente, causando asombro general, de que la polícía obedecía ante la órdenes de Garzón en relación con el caso Gürtel, que las suyas con respecto a la trama de ETA).

Una representación teatral no deja de ser una obra colectiva, que actúa en equipo, donde las interpretaciones de unos actores se sincronizan con las de otras personas, para que la interpretación sea satisfactoria a los ojos de nuestra audiencia, audiencia que también es un equipo. Pero la representación se hunde si los actores no se atienen al papel que se les ha encomendado en la función. De esta manera, cuando ninguno de los actores que interaccionan en la vida política se limita a desempeñar su verdadero papel, en el sentido de Gofmann, la democracia entera se resiente.

No es irrelevante ni puede parecer "natural" que un sumario secreto se filtre sistemáticamente a un periódico afín al gobierno, con todo lo que ello supone para las personas implicadas, sin que el gobierno haga nada por investigar y detener esas filtraciones, ni para aparentar siquiera que lo hace, como cabría esperar en cualquier caso que hiciese. Hay que decir, una vez más, que resulta inquietante que los medios de comunicación (sean públicos o privados) se conviertan en extensiones o satélites de los partidos, o que pretendan ejercer la propia función judicial, o que unos y otros pretendan utilizar o controlar los tribunales con fines políticos, pretendiendo alcanzar en ellos lo que no consiguen en la lid democrática. El tribunal de la opinión pública siempre ha existido en la democracia liberal, con efectos políticos, y a nadie sorprende que ese juicio pueda transcurrir en ocasiones en paralelo al proceso judicial, pero sin confundir las instancias, ni los procedimientos, ni las fuentes documentales.

El periódico
El País ha manejado información policial o judicial como si fuera propia o resultado de un periodismo de investigación, administrando los tiempos al ritmo de los intereses políticos del PSOE o del gobierno. Se muestra complaciente o airado, y alaba o cuestiona las decisiones de los tribunales (no ya de un juez), legitimando o deslegitimándoles, cuando sus decisiones coinciden o se alejan de su propio juicio (político no ya intelectual o periodístico). "El Tribunal valenciano salva a Camps del juicio por cohecho", titulaba hace unos días, dando por sentado el amiguismo del tribunal y la comisión del delito, porque así lo había juzgado y sentenciado ya el periódico.

Tampoco pasa desapercibido la acumulación de papeles que realiza De la Vega en esta ceremonia de la confusión institucional. Erigida en portavoz de la
oposición de la oposición, que no se inmuta cuando dedica en las ruedas de prensa posteriores a los consejos de ministros más tiempo en criticar a la oposición que en informar de la labor y las decisiones del gobierno; obispa laica que condena el código de conducta del PP y determina los nuevos valores de la moral colectiva; magistrada sin oficio que pretende controlar la composición y actuación de los más altos tribunales o instancias judiciales (con broncas incluidas, como la que llegó a propinar en público a la presidenta del Tribunal Constitucional), como si de subsecretarios de estado se trataran; valenciana empadronada en tierra de nadie y sin respaldo de nadie cuando se presenta a las elecciones en su tierra, lo que aprovecha para impartir lecciones de patriotismo; demasiadas evidencias recaen sobre la vicepresidenta para que pretenda ocultarlas con su cínico juego de máscaras. Si Garzón se verá las caras ante el Supremo, Camps también.

En la guerra como en la guerra, pues por mucho que quieran figurar de pacificistas ante la audiencia, la política es concebida cada vez más por el PSOE desde las viejas reglas y tácticas militares. Aunque lo disfracen y hagan aparecer como crispación. Y se responsabilice de ella al enemigo.

martes, 4 de agosto de 2009

Juego de máscaras (I)


Erving Goffman, un sociólogo canadiense que se consideraba heterodoxo dentro de la profesión porque se contentaba con observar atentamente a sus conciudadanos, en lugar de pretender explicar su comportamiento sirviéndose de encuestas más o menos alambicadas, llegó a una conclusión que continúa haciendo pensar. La vida social, como el teatro, donde los distintos actores interaccionan en el escenario ante una audiencia, es esencialmente una actuación que se basa esencialmente en ofrecer al otro la imagen que él espera de nosotros. Al final, no hacemos sino representar un papel conforme al guión determinado por la situación en la que nos encontramos, y por las personas con las que interactuamos. La vida individual y colectiva no es más que un desfile de máscaras, que varían en el tiempo y en función del contexto particular en que nos movemos.

La mirada de Goffman descansó observando la vida cotidiana de los habitantes de la isla de Shettland, pero puede enervar a cualquiera que la aplique a la jungla política. El juego político multiplica los escenarios y las audiencias y acaba construyendo una fachada tan imponente, que a base de solemnizar la actuación, acaba pervirtiendo su sentido. La actuación política se vuelve esencialmente cínica, muy alejada del carácter "natural" que le atribuye Goffman, atendiendo al proceso complejo que nos dispone a ser sujetos sociales. La premeditación y alevosía, la apariencia buscada y la hipocresía definen frecuentemente la práctica y la puesta en escena política al servicio de objetivos determinados que llegan a ir en contra del normal juego político, o que hacen simplemente denigrante la actividad política, apartándola diametralmente de su natural función y ejercicio. Es lo que ha sucedido de manera muy particular a propósito de la trama valenciana del caso Gürtel, y lo que estamos presenciando ante la decisión del tribunal competente de archivar la causa y exculpar al presidente Camps y sus colaboradores de un posible delito de cohecho.

Desde sus inicios, el caso Gürtel ha puesto en marcha una inmensa maquinaria teatral. Ya hemos comentado aquí algunos aspectos del asunto. Lo más relevante y perverso del caso es que ninguno de los actores implicados se ha limitado realmente a desempeñar su verdadero papel. El presidente de la Generalitat valenciana tiente tanto empeño en dignificar la institución que representa, y se considera a sí mismo tan honorable o más que cualquier político catalán que en la historia haya sido (también a Jordi Pujol los socialistas quisieron antaño quitárselo de encima con el caso Banca Catalana), que es incapaz de pronunciar mortal palabra mínimamente convincente. Se ha preocupado tanto por parecer honrado que ha terminado generando dudas, por tontas que resulten, de que realmente lo sea. Se ha mostrado en esta situación, sin duda difícil para él, tan preocupado por mantener una interpretación, por insostenible que fuera, con tal de que no se destruyera la idea de lo que él quería que el resto pensara de él, que ha sido incapaz de reconocer que -escaloncito a escaloncito- tuvo la debilidad de aceptar algunos regalos de personas indeseables a quienes inexplicablemente consideraba "amiguitos del alma" en la intimidad.

Admitir esa circunstancia puede ser una molestia política, pero no esconde un delito penal. Lo que sí tiene delito político es pretender que la audiencia crea que uno se comporta en el ejercicio de sus responsabilidades públicas de manera del todo irreprochable, cuando no importa sin embargo que quede acreditado ante ella (como se ha derivado del mini proceso judicial) que los amigos que se tienen sean unos auténticos rateros. No deja de ser una actitud cínica, pues lo segundo lleva a dudar de las virtudes cívicas (prudencia y veracidad, entre otras) que deben acompañar a un político, mucho más que lo primero. Camps ha sobrevivido políticamente, pero la política de trajes a la que se ha visto sometido, le ha llevado a un cambio de disfraces que le ha perjudicado seriamente. Cambio de disfraces y de máscaras. La sonrisa hipócrita que ha lucido este tiempo está por ver si desaparecerá con el cambio de decorado.