En la antigua Roma, la plebe podía ser convocada por el tribuno para deliberar sobre determinados asuntos. Este es el sentido primigenio del término plebiscito, un acto resolutivo de la ciudadanos para la preservación y mejoramiento de sus mismos intereses colectivos frente a la clase política y los órganos del estado. En un estado democrático hay muchos mecanismos de participación ciudadana de los que se puede servir el estado para escuchar e interpretar las inquietudes, reclamos y opiniones de la sociedad, así como para sustentar las propias decisiones y legitimidad del gobierno. Unas elecciones son para lo que son, pero más allá de constituir el mecanismo principal de selección de los gobernantes y de legitimación de la representación democrática al nivel que se trate (municipal, autonómico, nacional o europeo), pueden adquirir otro significado adicional, cercano al viejo plebiscito, particularmente si los políticos profesionales así lo convienen. Es lo que ha sucedido en España con las elecciones europeas.
El PP de Rajoy quiso, en efecto, desde el primer momento convertir estas elecciones en un plebiscito sobre Zapatero y en una primera vuelta de las próximas elecciones generales, al igual que dentro del PP otros se empeñaban en hacer de esta mismo proceso electoral un plebiscito sobre el liderazgo de Rajoy para poder seguir alentando contra él la conspiración desatada con anterioridad al congreso de Valencia. Pero el propio líder socialista vino a convenir o aceptó este carácter de plebiscito de las elecciones europeas cuando no dudó, a comienzos de abril, después de las consultas celebradas en Galicia y País vasco, en forzar una crisis de gobierno (inicialmente prevista para después de la presidencia española de la UE) para intentar llegar con garantías a estas elecciones y desde aquí remontar el vuelo con aire triunfal hasta el momento de la conjunción astral Obama-Zapatero que debe catapultarle de nuevo a la Moncloa para el 2012.
Otra cosa es que, visto lo visto, esos cambios de gobierno hayan sido beneficiosos o más bien perjudiciales para la pasada campaña (polémica del aborto y de la píldora poscoital, gestión de la gripe A, precipitada apuesta por los ordenadores y el cambio de modelo productivo, nepotismo de Chaves). Pero la apuesta estaba hecha y Zapatero se comprometió a fondo en esa batalla -con aviones de la fuerza área española incluídos- que cuestionaba frontalmente su política y capacidad de liderazgo en esta situación de crisis que atravesamos, más grave que en nuestro entorno europeo, como manifiestan los datos de paro. La vertiginosa sucesión de medidas y planes contra la crisis en estos meses no ocultaba este interés inmediato (aunque esas medidas fueran más efectistas que efectivas, como se volvió a comprobar después del último debate sobre el estado de la nación). Zapatero se jugaba algo, como reconoció en la recta final de la campaña, había emplazado a la ciudadanía para que se posicionara de manera positiva acerca de su preocupación efectiva por los intereses colectivos, frente a la actitud mezquina del PP, que sólo piensa en rentabilizar la crisis en beneficio propio, según ha repetido el presidente una y otra vez.
No se entiende entonces el escapismo de Zapatero la noche del domingo, su huida por la puerta trasera sin dar la cara ante nadie, tras conocerse los resultados electorales (cuatro puntos de diferencia y 600.000 votos de diferencia en favor del PP). Se ha contentado con realizar, dos días después, un balance ante los suyos -bastante superficial para el tiempo de reflexión que ha tenido-, sin prestarse a dar ninguna explicación o interpretación de la derrota ni siquiera a sus militantes o a sus votantes. Sin llegar a felicitar, ni pronto ni tarde, al adversario; no a Mayor Oreja (que sí lo hizo López Aguilar), sino a Rajoy que se había comprometido tanto o más que Zapatero en la campaña. Esa conducta inexplicable, como la de la vicepresidenta De la Vega, que enmudeció repentinamente cuando se disponía a dar los resultados junto al ministro del interior, retrasando con torpes balbuceos el momento de proclamar al vencedor, sólo tiene en el fondo una explicación. No es tanto que no se sea capaz de aceptar la derrota infligida por el adversario (al que se desprecia mucho más que se respeta), aunque hayan hecho méritos suficientes estos días para pensarlo así, sino que esa incapacidad de respuesta proviene del efectivo carácter de plebiscito que se había dado a la consulta -es el más expresivo reconocimiento de ese hecho-, que ahora se niega.
La reacción de Zapatero es la del tribuno despechado que no esperaba esa resolución de la plebe. Dijo que el poder no le cambiaría, pero parece que asistimos al final del famoso talante. La clase patricia socialista no es que no acepte el veredicto de las urnas, es que le duele comprobar la verdadera percepción que tiene la ciudadanía de su gestión de la crisis (que la sufren los ciudadanos antes que los políticos). No sólo Zapatero, tampoco el vicesecretario general del PSOE, Pepe Blanco, se dignó comparecer la noche electoral. Por primera vez, todo el peso recayó en el número tres y responsable de la campaña, la recién estrenada Leire Pajín, como si esa fuera una explicación suficiente de la derrota, y del escaso valor que se daban a estas elecciones. Hemos pasado sin solución de continuidad de la doctrina del plebiscito a la ceremonia post-electoral de la confusion, o mejor al rito de disimulación de la debilidad de Zapatero. Es decepcionante que el primer comentario de Zapatero, dos días después, sea el de aquí no ha pasado nada, el gobierno permanece en el gobierno, y la oposición en la oposición. Y luego se atreve espetar a Rajoy que se atenga a los hechos y no diga "simplezas". Eso sí es que es disimular. Y ya veremos lo que tarda Zapatero, dentro de su partido, en perder mucho o poco de su auctoritas romana.
Lo importante no es cuánta gente se haya movilizado en estas elecciones europeas, que ya se sabe que la participación es siempre menor en este tipo de comicios, aunque en España se haya situado por encima de la media europea, precisamente por la particular clave nacional en que se había situado. Lo importante es el carácter aceptado de plebiscito que se habia hecho de la consulta, que viene a corroborar el rito de disimulación en que nos encontramos. Disimulo de la debilidad del actual presidente dentro y fuera de España, sin apoyos en Europa después de la debacle socialista del domingo en Reino Unido, Alemania o Francia. No sólo su política sino también su discurso ante la crisis han quedado en evidencia. El presunto juicio al capitalismo que en sí misma suponía la crisis, se ha convertido en una severa condena al socialismo en las urnas europeas. Conformarse con que el PSOE ha sido el partido socialista menos castigado es un falso consuelo, porque seis puntos han caído los socialistas en el parlamento europeo, y seis puntos son los que le ha recortado el PP al PSOE en España respecto a las elecciones del 2004 (los dos puntos que entonces sacó el PSOE al PP, y los 4 de ventaja que ha obtenido ahora el PP sobre el PSOE). Lo demás son efectivamente simplezas.
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