José Bono, el actual presidente del Congreso español, es un hombre comprometido con las grandes causas universales y no da puntada sin hilo, pero -ya que le gusta presumir de socialista cristiano- debería considerar que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que creer, de manera ciega, en su desinterés personal en todas las cosas que dice y hace.
No se trata de juzgar si hizo bien o mal, como tercera autoridad del estado que es, en viajar a la India con motivo de la muerte de Vicente Ferrer, y en hacerse acompañar de la portavoz popular. Sin duda, son muchos los españoles que -por encima de ideas y creencias personales- juzgan muy favorablemente la labor que la Fundación Vicente Ferrer realiza en aquel país, y que colaboran con ella apadrinando uno o varios niños. No sabemos si es el caso del señor Bono, aunque habría sido una estupenda ocasión para dejarlo caer, no para vanagloriarse de contribuir modestamente al bien, sino para respaldar y extender de modo indirecto pero eficaz el conocimiento y la ayuda a esta obra de inspiración cristiana y de enorme proyección social, que tanto reconocimiento popular tiene entre los grupos más desfavorecidos de la India, como se ha comprobado con motivo de las exequias de Vicente Ferrer a las que asistió Bono.
Bono, sin embargo, no ha desaprovechado el evento para cargar contra la jerarquía católica y los obispos españoles, aunque le guste comer con ellos y pontificar más que a ellos. Bono se ha rasgado farisaicamente las vestiduras por los pecados de omisión cometidos por la Iglesia con motivo de la muerte de Vicente Ferrer, como si la cúpula católica hubiese considerado que éste era un "apestado para la Providencia", y fuera del todo necesario que él, Bono, el depositario de la verdadera conciencia cristiana, recuerde la buena doctrina y devuelva la honra a los perseguidos, a los auténticos hombres de Dios que mantienen viva la Iglesia, como Ferrer, "quien era más importante que muchos obispos" que no saben más que "incensar muy bien el altar", o que "dan las ruedas de prensa con el dogma como si lo tuvieran escondido en un arca de la alianza".
Bono censura que la Iglesia o los obispos intenten "imponer" lo que piensan en relación con la reforma de la ley del aborto, mientras durante los años de gobierno del PP se mantuvo la actual ley "sin una sola protesta de la Iglesia". O se vuelve a escandalizar el presidente del congreso ante quienes critican el aborto y "callaron con los muertos de la guerra de Irak". Pero evita de este modo pronunciarse sobre los cambios de la nueva ley, si considera realmente que el aborto sea un derecho, y que quepa como tal dentro de la constitución española, o si como padre cristiano estima conveniente que una menor de 16 años puede abortar al margen de los padres. La sencillez y la falta de doblez, propia de Ferrer, que dejaba desarmado a cualquiera, y que reprocha Bono a los obispos, tampoco es una virtud que adorne al político Bono, nada original por otra parte en el manido afán de identificar al PP con el partido dependiente del poder eclesiástico.
Haría bien Bono en dejar de dar tanto testimonio y centrarse en su propio papel institucional, ya que como él mismo ha reconocido nunca ha ganado tanto y trabajado tan poco. A pocos importa si fue monaguillo o si se le pasó por la cabeza ser cura, o si como afirma una y otra vez quiere "pertenecer a la Iglesia y vivir su fe" pero "en paz con mis convicciones y mis sentimientos", lo que se antoja mucho más como una declaración política ante sus propias bases o correligionarios de partido, que como la atormentada expresión de un creyente comprometido en política. Que predique con el ejemplo la efectiva separación entre Iglesia y Estado, y la efectiva renuncia a no instrumentalizar politicamente la religión, algo que puede hacerse en diversos sentidos y de distintas maneras, como sabe bien Bono cuando afirma hinchado que "yo tampoco creo que se pueda ser católico y cristiano al modo en que determinado obispo o cardenal quiere".
Puestos a trabajar por la verdadera secularización de la política desde el lugar que le corresponde en el orbe, Bono no puede contentarse con la declaración institucional sobre los recientes sucesos de Irán consensuada por todos los grupos de la cámara baja del Parlamento español y leída por él mismo hace unos días. Por supuesto que estamos ante unos "penosos sucesos" y que se ha de instar al gobierno de Teherán a que detenga la represión contra la población civil, que ha elevado el número de víctimas, y "se abstenga de culpabilizar de sus problemas internos a países extranjeros". Si la propaganda de la Alianza de Civilizaciones de Zapatero no sirve para favorecer y apoyar la libertad y la democracia en el mundo islámico, entonces es eso, pura propaganda de escaso recorrido. La condescendencia con el islamismo radical, en la que incurre el gobierno Zapatero, como si no existiera otra violencia condenable que la del terrorismo de Al-Qaeda, es un flaco servicio a la defensa de los valores universales.
Hay "problemas internos" de determinados países que no pueden dejar indiferentes a nadie. Irán protagonizó en 1979 una revolución que fue determinante para la extensión del fundamentalismo islámico a otros países. La propia experiencia de la transición española, y su reconocido carácter modélico, debe conducir a valorar la importancia de determinados signos externos dentro de un régimen autoritario en términos de cambio de la estructura de oportunidad política y, a fin de cuentas, de movilización y liberalización política. Los cambios que pudieran producirse desde el interior del propio régimen iraní, como consecuencia de la propia presión popular y de su repercusión internacional gracias a la revolución tecnológica, adquieren potencialmente la misma trascendencia que los que tuvieron lugar a raíz de los sucesos de 1979, ahora como inicio de una ola de democratización que afectase a otros países del mundo islámico. Pero claro, Zapatero está a otra cosa; y Bono, que quiso en su día ser Zapatero, y que ahora disfruta de su sillón pontifical, también.