Antaño se discutía sobre la inutilidad de los reyes y hoy lo hacemos peligrosamente sobre la inutilidad de la política. No es que se cuestione la inutilidad de la ciencia política, algo que se da ya por sentado dentro de la disciplina por los académicos inteligentes, sino que es la propia política y los políticos quienes son vistos como un gigante estúpido que no sabe a dónde va, o más bien que no va a ningún lado, y que sigue creciendo a pesar de tener los pies de barro. Esta sensación es más intensa en ciertos sectores y en algunos países o lugares más que en otros, pero no se sabe muy bien por qué en España se encuentra al cabo de la calle, aunque los profesionales de la política estén siendo los últimos en enterarse. Las últimas encuestas del CIS sobre preocupaciones ciudadanas así lo certifican.
Nuestros políticos no es que anden ausentes en el famoso Salón de los Pasos Perdidos, musitando sus discursos faltos de ideas, es que ya ni van a la Cámara. El presidente Bono no sabe qué hacer para contrarrestar esa mala imagen. Cuánto diputado de paja anida en las Españas, en cada uno de los 17 parlamentos que nos hemos dado para que no faltase un lugar para la palabra, y que ahora se antojan como un duro fardo para las propias arcas del estado. Tanto político bala acaba por enconar al ciudadano de a pie, que o lucha por un trabajo, o no llega a fin de mes, o ve como ahora le van a subir el IVA para que los señoritos de la política almacenen el forraje, o se levanten o rehabiliten una nueva casa.
Pero lo peor es que la izquierda gobernante tampoco cree en la política, en la verdadera política. En parte es un mal de la izquierda actual en general, que se muestra incapaz de articular respuestas para transformar el presente convulso, como si se pensara que lo que es políticamente factible no cambiará nada y lo que podría cambiar es políticamente inviable. Ello no quita que sea además un mal específicamente español, pues esta actitud la ha llevado al extremo el gobierno de Zapatero en la actual gestión de la crisis, contribuyendo de manera poderosa a la sensación de la inutilidad de la política. De ahí que la política del PSOE se refugie en cuestiones como la autodeterminación, el aborto o la libertad religiosa, en viejos mitos culturales de la izquierda, para simular que continúa alentando proyectos de liberación, por más que esos proyectos concretos no respondan a auténticas necesidades sociales ni lleguen al corazón de la gente.
Tal es el desencuentro con la realidad vivida que la izquierda de Zapatero no tiene más dimensión utópica que la negación de la realidad. La inevitabilidad de la crisis se responde con la negación de la crisis, de las causas españolas de la crisis y con el rechazo de las actuaciones que realmente podrían ayudar a combatir la crisis y los efectos de la crisis en España. Zapatero no solamente ha consagrado la inutilidad de la política sino que propone la inutilidad como política de estado. Pretende empujar a los demás a la formalidad del pacto, convirtiendo lo irrelevante en materia del mismo, mientras se empeña en obviar por su parte el previo y necesario pacto con la realidad, como ha hecho ver en El Pais José Ignacio Wert. Tildar de maquievelismo lo que no pasa de inmadurez y frivolidad, es magnificar al personaje, reducir el problema y retrasar su solución. Sólo un artista puede llegar a grados de inutilidad tan impresionantes, y los hombres de Zapatero ciertamente no lo son.
Si en algún lugar de nuestra geografía se ha hecho notar esta imagen de la política como un desvencijado camión cargado de neuronas inservibles que circula lentamente ya por el territorio de nuestras desgracias cotidianas, ese es Cataluña, por obra y gracia del gobierno tripartito presidido por el PSC, criatura que tanto debe y a la que tanto debe el propio Zapatero. El refugio en las esencias metafísicas dificulta enormemente cualquier enfrentamiento con la realidad física. El espectáculo de la inacción absoluta ante la llegada de un temporal de nieve, puntualmente anunciado por los servicios metereológicos, raya en la incredulidad.
Mientras las torretas electricas se doblaban como papel y los ciudadanos quedaban atrapados en carreteras y calles de la gran ciudad, o se han visto obligados a permanecer sin luz en sus casas varios días, la política catalana se restablecía del decisivo debate mantenido a propósito del futuro de las corridas de toros en su territorio. Aunque para la Generalitat cualquier esfuerzo en estas circunstancias extraordinarias hubiera sido inútil, el hartazgo de lo inútil y ante tanto inútil es comprensible.
Mientras las torretas electricas se doblaban como papel y los ciudadanos quedaban atrapados en carreteras y calles de la gran ciudad, o se han visto obligados a permanecer sin luz en sus casas varios días, la política catalana se restablecía del decisivo debate mantenido a propósito del futuro de las corridas de toros en su territorio. Aunque para la Generalitat cualquier esfuerzo en estas circunstancias extraordinarias hubiera sido inútil, el hartazgo de lo inútil y ante tanto inútil es comprensible.
La política brilla por lo inservible en la oscuridad de estos días, y aunque no sea cierto que no aporte nada a nadie, hace dudar si no será verdad que, como decía el humorista norteamericano Kin Hubbard, "cuanto menos aporta un político, más ama su bandera".
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