La espera a la que nos ha sometido a todos la política de Zapatero se hizo insufrible, antes del verano, hasta para el propio presidente del Gobierno, que acabó complaciendo al líder de la oposición con el anuncio del adelanto de las elecciones generales. Comenzó la cuenta atrás, pero como si se tratara de una bomba de relojería, lo que hacía la espera más angustiosa, al persistir la amenaza del reventón de España, sin que se tuviera seguridad de llegar a tiempo para desactivarla.
El miedo al fantasma real del rescate económico de España por parte de la UE ha determinado las últimas decisiones de verdad de Zapatero: el adelanto electoral y la reforma de la Constitución para consagrar en ella la estabilidad presupuestaria. Culminó así el giro político de 180 grados del mandatario socialista, no se sabe si por patriotismo o como súplica de última voluntad para no pasar a la historia como el desvencijador de España. Iniciada ya la campaña electoral, Zapatero ha presumido en el G20 de haber evitado el rescate de España, no ciertamente de haber llegado a los 5 millones de parados, pero ese logro (que está aún por ver, la prima de riesgo de los bonos españoles increméntandose) y el anuncio del final del terrorismo de ETA le permitirán retirarse con la conciencia tranquila a León después del 20-N.
La entrega del testigo a Rubalcaba ha sido complicada y la herencia del pasado pesa mucho. Rubalcaba se presenta como la continuidad del PSOE, pero exige un ejercicio de lectura difícil. Es conocedor del lado mas oscuro del PSOE en la etapa de Felipe González, ha sido corresponsable en el presente de las decisiones del Gobierno de Zapatero –inexistentes, malas, insuficientes o tardías– hasta ayer; y ahora quiere aparecer como un futuro que nada tiene que ver con el pasado y el presente. Eso es puro voluntarismo utópico, por imposible, que contradice el realismo y pragmatismo de que hace gala.
Invoca el poder de las ideas y su capacidad de llevarlas a la práctica, aunque desde que es candidato no ha hecho más que moverse en el terreno de la izquierda demagógica, comenzando por exigir del gobierno la recuperación del impuesto de patrimonio para armar el discurso contra los poderosos, responsables de la crisis, idea fuerte de su campaña. Y mientras desde el Gobierno se exige a las Autonomías el cumplimiento de los objetivos de déficit, Rubalcaba lanza al PSOE contra la política de recortes del PP en los gobiernos autónomos, aunque sea responsable el PSOE del despilfarro o de la mala gestión de importantes Comunidades, que desde el hundimiento socialista del pasado 22-M toca ahora sanear al PP. Frente a la política de recortes del PP el maná mágico de Rubalcaba, últimamente en petición de un nuevo plan Marshall para Europa.
Rubalcaba se muestra con pocas ideas para combatir la crisis y sus efectos. La pasada Conferencia política del PSOE, opción descafeinada del congreso extraordinario con que amagó a Zapatero para forzar su designación como candidato, ha resultado en efecto poco excitante, más allá de algunos sobresaltos. La financiación de la sanidad pública española va a depender paradójicamente de quienes atentan contra su propia salud, a quienes ha anunciado una subida de impuestos (tabaco y alcohol). Rubalcaba únicamente tiene ideas para después de la crisis, pero los españoles –al límite– quieren salir de ésta cuanto antes. Se evoca el mito del 93, cuando los socialistas ganaron contra pronóstico las elecciones, pero entonces lo peor estaba por llegar. La encuesta del CIS presentada ayer es demoledora para el PSOE, augurándole los peores resultados de su historia.
Rubalcaba criticó con dureza al PP por instrumentalizar políticamente la lucha contra el terrorismo, pero él ha jugado con el final de ETA como baza electoral para evitar la hecatombe socialista. Levanta asimismo la bandera socialdemócrata para salvar el Estado de Bienestar frente al PP que se dispone a liquidarlo, pero ha perdido una buena oportunidad en la mencionada Conferencia para explicar -pues no es de esperar que lo haga en la campaña- por qué el Gobierno del PSOE ha asumido antes que nadie la bandera del neoliberalismo radical de los ochenta, porque fue Milton Friedman y la escuela de Chicago, y no discípulos de Keynes, los que propugnaron que la estabilidad presupuestaria fuera un mandato constitucional.
Rubalcaba hace guiños al movimiento 15-M para atraerse la calle, pero rehúye personalmente los actos masivos. Es partidario de listas electorales desbloqueadas, pero no quiere primarias para él. Se reconoce socialdemócrata, pero pone su nombre por encima del partido, sabedor de que la marca PSOE no vende, y cifra en sus cualidades personales su imposible victoria sobre Rajoy, como si se tratara de elegir entre ellos dos, de medir quién es mejor o vale más como jefe. Es una actitud sorprendente, si no fuera desesperada, en un líder de izquierda, y que no trae buen recuerdo histórico. El debate acordado en TV entre ambos candidatos es un premio de consolación en este sentido, aunque está por ver que Rubalcaba vaya a ser el vencedor. Por mucha predisposición a creer que se tenga, motivos para hacerlo ya no hay.
Nadie niega a Rubalcaba que sea un político inteligente, moderado, valioso y respetado. Fuera de las exigencias del guión de toda campaña, hay un mensaje y un compromiso que muchos esperan oír de él. Que si se confirmaran los peores resultados para su partido, peleará para liderar y reconstruir el PSOE. Rubalcaba reúne las cualidades del líder de la oposición que se requerirá después del 20-N. Alguien maduro capaz de dialogar y de llegar a los grandes consensos que habrán de favorecerse desde los dos grandes partidos –al margen de que el PP obtenga o no mayoría absoluta– para acometer las inevitables reformas estructurales que nos esperan. Su voluntad de entendimiento con los nacionalismos moderados no será menos útil y eficaz ejercida desde la oposición, atrayéndolos de nuevo al espíritu de consenso que caracterizó a la Transición, y que tan irresponsablemente ha arruinado Zapatero.
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