De ETA es mejor no hablar mucho, pero esta semana ha habido una auténtica verborrea sobre el tema. Quien debía controlar y ser más prudente en sus manifestaciones al respecto, el presidente del gobierno, ha sido el primero en alentar todo tipo de especulaciones, expectativas y alarmismos por el tono mesiánico que suele imprimir a sus palabras sobre ETA, y que la realidad se encarga luego de desbaratar. Sucedió en vísperas del atentado mortal de la T4 en Barajas, que arrumbó la pasada tregua y negociación con ETA, cuando lo que Zapatero había profetizado era un salto seguro hacia la paz. Y ahora, lejos de haber escarmentado, se permite frases que emulan a las de Jesús al Buen Ladrón, aseverando -yo, os aseguro- que los pasos dados por la izquierda abertzale no serán en balde.
Los exegetas se han lanzado a discernir el misterio que encierran tan prometedoras palabras, y hasta el modo en que habrá de producirse la llegada colectiva al paraíso, tanto urge a todos la celebración de la paz. Demasiado ruido, demasiada confusión, demasiadas conversaciones de todos con todos, reales, inexistentes o desmentidas, cuando aquí lo que importa es el lenguaje de los hechos, que también tiene su gramática y ortografía. Aquí quien tiene prisa es Batasuna para poder presentarse a las elecciones; pero los demás no deben tenerla, si no se quiere asistir a otro déjà vu. Y si Batasuna es ETA, como han dicho los jueces, pues el asunto es para tomárselo con calma. No basta una declaración de Batasuna condenando la violencia o desmarcándose de ETA, por bienvenida que sea, sino que debe poder verificarse con el análisis del lenguaje de los hechos que Batasuna ya no es ETA. O que ETA, si diera el paso de anunciar el abandono definitivo de las armas y su autodisolución, ha dejado de existir efectivamente.
Un entramado como el de ETA no desaparece de la noche a la mañana y el estado de derecho debe exigir garantías, o no lo será, entre otras muchas razones por respeto a las víctimas del terrorismo, ignoradas y menospreciadas durante excesivo tiempo. De todo lo que se ha oído esta semana sobre ETA, tal vez lo más cuerdo lo ha dicho el nuevo ministro de la Presidencia Jaúregui, esperemos que reflejando el sentir del presidente y del vicepresidente todopoderoso, y no a título personal. No da tiempo de aquí a las elecciones municipales a todo ese proceso de verificación, aún en el supuesto de que los sucesivos anuncios anunciados que se van a producir se terminaran produciendo. Esto es así, y tiene que ser así porque lo que queremos primordialmente los españoles es la construcción de una paz duradera -dentro y fuera de Euzkadi- y no resolver los 'conflictos' o los problemas políticos de nadie (sea el futuro de Zapatero, la continuidad o maniobrabilidad del lehendakari López con el PP vasco de Basagoiti, las expectativas electorales o de gobierno futuro del PNV si irrumpe Batasuna en el escenario, etc.).
Si esto es así, y tiene que ser así, entonces sobra la verborrea, sobran las ligerezas, las conversaciones efectuadas con torpeza y silenciadas o negadas con hipocresía, sobran las impaciencias, los triunfalismos, los cálculos interesados, y también las desconfianzas por principio. Falta, por el contrario, un poco más de responsabilidad por parte de todos, incluidos los medios de comunicación (de uno y otro lado), un poco más de diálogo abierto y veraz por parte de los principales partidos políticos, un poco más de sentido de estado, la simple capacidad dentro del respeto escrupuloso a las reglas del estado de derecho -sin atajos de ningún tipo- de pasar de la verborrea al lenguaje de los hechos. No estaría de más que el final de ETA pudiera reeditar el éxito de la Transición como un hecho histórico de todos, un mérito colectivo, algo realizado verdaderamente juntos y de lo que todos puedan sentirse satisfechos, tal vez no plenamente satisfechos, ninguno, pero sí satisfechos. Todos.
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