domingo, 4 de julio de 2010

El reino de la incongruencia

Al presidente Zapatero le da igual Cataluña que Catalunya o Catalonia. Cataluña era una operación para ganar votos y mantenerse en el poder, aunque pusiera a España y a las instituciones patas arriba. Y ahora que España está boca abajo, postrada por la crisis, y que algunas instituciones han hecho lo indecible por no dejarse arrastrar por el desorden introducido por Zapatero, el presidente no sabe qué hacer ni qué decir.

Ni las cifras de paro reflejan algo distinto a la preparación de la actividad turística estival, ni la reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estatut catalán supone una derrota estrepitosa del PP. De la incapacidad del gobierno para entender y transmitir el verdadero significado de la crisis ya sabíamos, porque da constantes muestras de ello. Pero de lo otro esperábamos algo más que volver a la carga contra el PP, que es lo único que sabe hacer este gobierno, como se ha manifestado también a propósito de la huelga salvaje de metro en Madrid.

El gobierno aprueba la bajada del sueldo de los funcionarios y de los empleados públicos, antes que aplicarse la poda a sí mismo y a la sociedad de corte que ha alimentado (asesores superfluos, enchufados, subvenciones a amigos y clientelas interesadas). Y cuando otros niveles de gobierno como las comunidades autónomas aplican esas medidas en su ámbito de responsabilidad, aun rebajando la cuantía de sus efectos, los sindicatos -los mismos que al más alto nivel han gozado de los placeres de la corte y únicamente han sabido aplazar el anuncio de una huelga general para septiembre- se deciden de golpe ni más ni menos que a reventar Madrid, e incumplen, no ya los servicios mínimos exigidos, sino los mínimos requisitos legales de cualquier huelga.

Hemos asistido estupefactos a la sonrisa hipócrita de la obispa laica y vicepresidenta del Gobierno de España a propósito de los lamentables sucesos de esta huelga de Madrid. De la Vega sonreía como si la huelga revolucionaria le favoreciera a ella y al PSOE contra su enemiga política, la presidenta madrileña del PP Esperanza Aguirre, y eso fuera lo realmente importante.  Seguimos así. Tal es la incomprensible ceguera que padecen nuestros insignes actuales gobernantes, aunque a diferencia del ensayo de Saramago, son éstos los que se ven abandonados por los propios ciudadanos como reacción natural de rechazo.

El contagio de esta ceguera es evidente y cada vez más peligroso. Daba verdaderamente lástima escuchar a la obispa laica decir que la recién clausurada presidencia española de la UE sería recordada por generaciones de europeos. Lo será sin duda por generaciones de españoles, pero por motivos bien distintos a los que han querido y quieren esculpir en el frontal de la historia, primero Pajín y ahora De la Vega, a espaldas de los hechos. Da igual que el acontecimiento planetario de la fatua atracción Obama-Zapatero haya estado a punto de provocar un auténtico cataclismo en Europa y en España. La historia la escriben los vencedores y Zapatero se resiste a aceptar cualquier derrota.

Es lo que estamos viendo con la sentencia del Estatut. Zapatero ha tardado días en hablar, aunque la consigna del PSOE circuló enseguida. El argumento cuantitativo de la derrota del PP ha sido muy preocupante. Un gobierno y un partido que reaccionan así después de cuatro años de espera de esa sentencia del TC, y que ha hecho lo indecible por defender la plena constitucionalidad del texto y por presionar al tribunal para que así fuera, es un gobierno y un partido agónico, y antes que todo sin argumento alguno.

El tema era serio. Era necesario saber dónde estábamos, como nación y como estado, cuyos fundamentos constitucionales Zapatero había sacrificado, apostando por la política de hechos consumados (la reforma de la Constitución por la puerta trasera de los estatutos), para instaurar la pax socialista-nacionalista que debía reinar por décadas bajo la bandera de la nueva España plural. Lo que era un problema de ambiciones o aspiraciones de hegemonía dentro de un partido o de una clase política se acabó definiendo como un problema de estado y su resolución acaba de ser verbalizada -por parte de quienes contribuyeron al problema- como una crisis de estado.

Zapatero ha tardado en hablar y lo que ha dicho es a todas luces decepcionante y, una vez más, profundamente incongruente. Quien iba a aceptar lo que viniera del parlamento de Cataluña (que se siente nación y así lo ha llevado al preámbulo del Estatut, aunque no tenga eficacia jurídica...) está satisfecho con la sentencia porque el texto es básicamente constitucional y, por tanto, objetivo cumplido, dice ahora. Pero resulta que los nacionalistas catalanes, a pesar de la derrota escandalosa del PP, han visto la sentencia como una auténtica derrota suya y han llamado a la movilización en la calle -el president Montilla se ha puesto a la cabeza-, al tiempo que se han vuelto contra Zapatero, responsable a la postre del nuevo problema creado con España y de lo que califican de crisis de estado.

En un ambiente de rebelión, que no es más que el pistoletazo de la precampaña catalana, quien se muestra más tranquilo es el PP, a quien se suponía lamiéndose las heridas de la derrota y se ha vuelto a señalar con el dedo como aspestado de la política catalana, aunque seguramente llegue a tener la llave de la gobernabilidad después de las elecciones catalanas, y todos lo saben. Montilla se ha apresurado a exigir una reactualización del pacto con Zapatero, que es como decir que Zapatero no ha cumplido su compromiso con Cataluña, o al menos con el tripartito catalán, lo que es verdad, pues tan seguro se creyó éste de tener a Zapatero en sus manos que pretendió colar (o incluso meter a capón) un Estatut sin pactar con nadie, y que para pasar por el parlamento español ya tuvo que ser negociado fuera del tripartito con CiU.

Ahora con las rebajas del Tribunal Constitucional lo de objetivo cumplido sueña ridículo, se mire por donde se mire, pero lo de reactualizar el pacto suena todavía peor, a simple chantaje y desde las propias filas socialistas. Los diputados del PSC en Madrid siempre han aparecido como una amenaza para Zapatero en esta legislatura. Su frágil posición parlamentaria puede derrumbarse por dentro y no por simple retirada de los apoyos externos. CiU por boca de Artur Mas ha respondido de nuevo en ese sentido a la gracieta del objetivo cumplido. Que a ello haya respondido Zapatero, hablando por hablar, de reforzar si hiciera falta el Estatut y que esas palabras hayan sido interpretadas como disposición suya a buscar nuevas vías (la reforma de la LO del Poder Judicial, por ejemplo) para sortear la sentencia del TC en lo que ha sido declarado plenamente inconstitucional, no resulta tranquilizador.

Nada de esto parece congruente ni es el discurso que cabe esperar de un presidente de Gobierno en las presentes circunstancias, por desfavorables que éstas sean para sus propios intereses políticos. A la espera de conocer aún la sentencia, el fallo del TC no es el mejor de los posibles. Que muchos artículos estén sujetos a una interpretación particular -la que establece el tribunal- para salvar su constitucionalidad, no es lo deseable pues puede crear mucha inseguridad política. Pero es lo que hay, y hay que aceptarlo como una nueva regla del juego.

Lo que no tiene sentido y sobre todo resulta inadmisible en un presidente es que pretenda jugar a sortearla. Zapatero tiene que definirse sin dilación. No caben planteamientos pre-constitucionales (como es, por cierto, la actual ley de huelga), pero tampoco pos-constitucionales: o constitucional o anticonstitucional: que elija en qué posición quiere jugar ahora y que se atenga a las consecuencias, pero que no pretenda a estas alturas del partido despejar balones fuera de su propia portería, como si ésta no fuera la de España. 


Después de cuatro años estamos peor que al principio. Zapatero no quiso -porque no quería nada del PP- plantear de frente una reforma constitucional y maniobró de manera chapucera y torticera con la anuencia de los nacionalistas, que desde 1998 dieron for finiquitado el Estado de las Autonomías,  para darle a España la vuelta como un calcetín,  sin tener que hacer siquiera el gasto de comprarle un par nuevo ni proceder a la muda a la vista de todos. Ahora ya estamos hablando de Constitución obsolescente y ya tenemos un nuevo agravio de España desde la perspectiva nacionalista. Por obra y gracia de Zapatero. El término nación en el preámbulo del Estatut no tendrá eficacia jurídica, pero política ya la tiene toda.

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