El símbolo –como su propia etimología griega hace considerar– es un ‘signo de reconocimiento’ y un elemento de ‘relación’ o interacción social. La comprensión originaria del símbolo fue la de un objeto partido en dos mitades que permitía a sus portadores reconocerse y acogerse amistosamente, aun sin haberse visto nunca antes. El símbolo como signo de identidad amortigua la tensión de contrarios y reduce las oposiciones, ayudando a robustecer la cohesión del grupo y la imagen de comunidad diferenciada. Los símbolos son un elemento imprescindible en toda cultura política y hacen ver que la acción y la institucionalización políticas se explican, por lo general, por referencia a un sistema de representaciones compartidas por una mayoría amplia en el seno de la sociedad, donde alcanzan expresión las convicciones de la sociedad y las expectativas que dan sentido al proceso político.
¿Es posible que en Navarra hayamos llegado a un punto en el que no tenga sentido pretender hablar siquiera de una cultura política en singular, con independencia del grado de consenso pasado o presente alcanzado sobre los nutrientes y mantenedores de la identificación mayoritaria? ¿Estamos condenados a des-entendernos, capaces únicamente de alimentar culturas políticas permanentemente enfrentadas, hasta el punto de no reconocernos aun cuando convivamos juntos de hecho y de derecho? La actual querella de los símbolos así parece indicarlo, por más que nadie quiera asumir la responsabilidad de la fractura social. En todo caso, la política simbólica propiciada por el gobierno de Navarra y el cuatripartito que lo sustenta, no se aviene bien con el discurso de la integración y la transversalidad que invocó Geroa Bai para justificar el cambio.
Podemos discrepar, desde el conflicto de nacionalismo heredado del siglo XX donde sigue librándose la política navarra, sobre quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos, preguntas que afectan a los valores, a la historia, a los principios políticos, y que remueven una y otra vez los cimientos de la identidad colectiva. Pero al menos deberíamos ser capaces de retener lo principal acerca de los símbolos en disputa, aunque sólo fuera para caer en la cuenta de lo paradójico del debate, y no malograr definitivamente los espacios liminales que los mismos símbolos de Navarra vinieron a significar en origen, y que está en nuestra mano recuperar. Valga la pena recordarlo, porque hay abundante bibliografía. El origen oficial del escudo y de la bandera de Navarra data de apenas un siglo, y remite a la iniciativa del vasquismo cultural. En el marco de los trabajos preparativos del centenario de las Navas de Tolosa, fueron ilustres éuskaros y allegados -Olóriz, Campión, Altadill- los autores intelectuales de esos símbolos, adoptados solemnemente por la Diputación en 1910.
El incipiente nacionalismo vasco en Navarra llegó a apropiarse de la bandera roja, hasta el punto de encender la polémica. En los sanfermines de 1911 el alcalde de Pamplona retiró la bandera de Navarra, izando en su lugar la rojigualda española. Con el tiempo, una y otra bandera irán reafirmando y normalizando su presencia. Más conflictiva resultó la convivencia con la bandera tricolor republicana –como se puso de manifiesto con ocasión de la festividad de san Francisco Javier en 1931, cuando se produjo la quema de la bandera navarra en el balcón de Diputación–, aunque ello reforzó dentro de la sociedad la centralidad de la enseña con el escudo, siendo reconocida bien como bandera de todos, bien como expresión de los valores tradicionales, bien como manifestación de la vasquidad. Es entonces cuando se plantea dentro del PNV el debate sobre la ikurriña como bandera nacional vasca, en contra del criterio de Luis Arana, que recordó el carácter originario de la bicrucífera como bandera de Vizcaya. En 1933, el PNV en Navarra acuerda la adopción de la bandera de Euskadi como ‘nacional’ y la de Navarra como ‘regional’.
¿Es este el planteamiento ideológico o de partido que pretende llevar hoy el nacionalismo vasco a las instituciones, retrotrayéndonos a la guerra de banderas de la Transición, con ánimo de reiniciar el proceso político? La ‘Laureada’, tal y como entró, salió de la bandera de Navarra, que no fue inventada por los Requetés precisamente. Acudir a ese argumento para descalificar a quienes se movilizan por la bandera de Navarra, implica una escasa memoria y a la postre una pobre visión de nuestra Comunidad como sujeto político diferenciado. Puestos a remontar el pasado, si fuéramos capaces de superar el agonismo moral propio del conflicto de nacionalismos (vasco/español) del siglo XX, podríamos revivir quizá las virtualidades últimas de aquellos dos navarrismos (uno con ‘v’ y otro con ‘b’) más genuinos del XIX, con sensibilidades culturales y políticas distintas, pero exponentes ambos de una sentida afirmación de Navarra, que presenta elementos o espacios comunes, como vino a demostrar la creación y adopción oficial de sus símbolos.
Publicado en Diario de Navarra, 1 de junio de 2017
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