No hace falta hablar francés ni tener querencia por la cultura francesa para sentirse atraídos por el país vecino. Francia se convierte en referente una vez más. “Acordaos de Francia y de 1870” manifestó Costa en 1898, con la esperanza de que el Desastre produjera en España el mismo efecto revulsivo y regenerador que significó la III República francesa tras la derrota de Sedán. La historia, poco maestra, se repite. El “Indignez-vous!” de Hessel fue en 2010 el nuevo “J’Accuse” de Zola, los franceses siguen llevando la iniciativa, pero nosotros creímos tomar la delantera con el 15-M y la reinvención de la ‘nueva política’. Hemos desde entonces tomado la calle, sitiado el Congreso, bombardeado “el régimen del 78”, y estamos donde estamos: la nueva política mimetizada con la vieja y Rajoy incombustible en el mismo sitio. Nada ha cambiado, para desesperación de muchos y para tranquilidad de otros, que no confían en lo que pudiera venir.
Hemos pretendido leer el reciente debate francés desde el prisma español, jugando con comparaciones chocarreras: Macron-Rivera, Mélenchon-Iglesias, Hamon-X (la incógnita se despejó el domingo pasado). Por fortuna no tenemos un o una Le Pen, alguna ventaja española existe, pero ¡qué baño de realidad nos han dado! Las elecciones presidenciales han dejado desarbolada a la V República, los partidos tradicionales han quedado aparentemente liquidados, y sin embargo, en circunstancias objetivamente difíciles, qué suavidad en el cambio. Nadie ha huido despavorido de la revolución en marcha. La ‘douce France’. Francia –superados los días del terror en distintos momentos de su historia– ha sabido construir una fuerte cultura política –en singular– de ámbito nacional, frente a lo que aquí acostumbramos: culturas políticas, siempre en plural y en permanente confrontación en los distintos escenarios (incluso dentro de un mismo partido), lamentablemente a la orden del día.
Es posible un referente y un proyecto de país por encima de los intereses estrechos, la ira o el miedo. Cabe el respeto al adversario y ofrecerle el voto frente a quien pueda presentarse como el verdadero ‘enemigo’ de la República. Desde la victoria electoral, los mensajes y la manera de dirigirse a la nación del nuevo presidente francés han podido causar envidia, en el fondo y en la forma. La palabra viva, la mano en el pecho, los ojos entornados, la bandera ondeando y el aire quedo: una sensación casi idílica, capaz de superar el desafío de la naturalidad. Dulce Francia. Nada parecido a los gustos performativos de nuestros políticos, cuanto más noveles más abonados al simpe marketing político. Que un político joven y prácticamente desconocido como Macron pueda representar y transmitir con autenticidad los valores centrales y mayormente compartidos de una sociedad dice mucho también del perfil y formación de los políticos a uno y otro lado de los Pirineos.
No se trata de cantar las excelencias de ‘L’École Nationale de l’Administration’ (ENA) frente al autoaprendizaje en los patios interiores de nuestras instituciones. Adolfo Suárez fue un chusquero de la política y hoy lo recordamos con nostalgia (quizá porque supo poner por delante de su ambición particular, la defensa del orden de libertad y el interés general, como manifestó al dimitir). Macron, como sucedió a Suárez, se ve abocado a construir un partido desde el poder, con todos los riesgos y limitaciones que ello comporta. Pero que haya sido capaz de atender y acoger en el nuevo gobierno tanto a nombres provenientes de la derecha como de la izquierda, junto a representantes de la sociedad civil, resulta un hecho refrescante y prometedor para el asentamiento en Francia de un centro político radicalmente reformista, moderado y consistente. Rivera, del que se desconocen sus capacidades de gobierno y que siempre ha mirado a Suárez, podrá aprender mucho de Macron.
En España y sus comunidades seguimos inmersos en el debate de la corrupción, esforzándose nuestros políticos en salvaguardar o remover las alfombras del pasado y en ocupar unos y otros los mismos viejos espacios de siempre, entregados profesionalmente a la mera disputa del poder, por minúsculo que sea, con ocasión o sin ella, más pendientes de la suerte personal que de abrir nuevos horizontes colectivos, incapaces de cambiar nada. Hemos perdido hasta la fe en la palabra, no ya como instrumento de diálogo y construcción política, sino como simple generadora de ilusión. No tenemos una idea clara del futuro que queremos, y por la misma ignoramos aún más de dónde venimos, de ahí la condena a la memoria que nos hemos impuesto para revelarnos unos a otros quiénes somos y el secreto de nuestra identidad. Lo más ridículo si no fuera preocupante, es que cegados por ese ‘deber de memoria’ no somos capaces de ver más allá de los años treinta del siglo pasado, como manifiesta la recurrente querella de los símbolos, también en Navarra. Áspera España, a la escala que se mire.
Publicado en Diario de Navarra, 26 de mayo de 2017
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