viernes, 20 de junio de 2014

El nuevo rey ante el espejo

Azaña, gran amante del teatro, evoca en sus cuadernos un diálogo figurado con el rey Alfonso XIII, a quien ve reflejado en el espejo en que se mira, y que le pregunta qué está haciendo con España: “enseño a vivir en democracia, es difícil”, responde el gobernante republicano. La Monarquía como institución no ha sido ajena a este empeño fundamental de las sociedades contemporáneas y actuales. La proclamación de la monarquía de 1830, tras la segunda revolución francesa, entronizó al rey ciudadano y fue comprendida como una monarquía republicana. Asumida la condición liberal, un rey al frente del estado, con sus propias reglas de sucesión, ajenas a la lucha política partidista, ofrecía la ventaja de significar mejor el ideal de neutralidad del juez o árbitro que no puede ser parte, algo que no logran alcanzar algunos modelos republicanos. Esa monarquía constitucional es la que arraigó en España, con más luces que sombras, en el siglo XIX y es también la que ha proporcionado el régimen democrático más fecundo de nuestro siglo XX. Tiene razón el nuevo rey Felipe VI al apelar a la continuidad democrática como una clave de su reinado, pero también ha de serlo el cambio efectivo.

Al mirarnos en el espejo vemos la imagen que reflejamos en el propio espacio desde donde nos miramos, y que nos interpela ciertamente. El nuevo rey ante el espejo no puede sino contemplar a una sociedad que habla y se manifiesta cada vez con mayor criticismo y claridad, exigiendo respuestas a las propias demandas ciudadanas. La limitación del papel institucional del rey le ha despojado de la vieja prerrogativa de ser el único que todo lo ve y a quien no se podía mirar de frente –la más expresiva muestra de la negación de un público en el Antiguo Régimen–, pero la democracia no le impide convertirse en el gran escuchador y articulador de los mensajes de la sociedad, diluidos dentro del estruendo del espacio público. Atendiendo a la centralidad de la sociedad se justifica la propia función de la Corona, que no está alejada del concepto de representación. Si bien el rey no es representante ni elegido del pueblo, la monarquía sí puede proporcionar una viva expresión de esa imagen de sociedad ideal que toda cultura política necesita y persigue: la unidad y la estabilidad como garantía de la prosperidad de una comunidad diversa. El poder del rey es simbólico, y por ello mismo visible, y de enorme importancia para el rearme o derrumbe de la moral colectiva.

Paradójicamente una democracia puede degenerar en una sociedad de corte cuando se consiente la formación y acción incontrolada de triarquías oligárquicas, esa alianza entre timócratas, plutócratas y demagogos –esto es, entre políticos que sólo buscan su propio provecho personal, entramados económicos que se benefician del poder político, y medios de comunicación que juegan a extender la partidización de la vida colectiva–, una asociación de intereses ajena al bien común que tanto ha erosionado en los últimos tiempos la credibilidad de nuestro sistema y de la propia institución monárquica. Paradoja por paradoja, una monarquía puede ser el revulsivo democratizador que la política, a requerimientos de la sociedad actual, necesita. El nuevo rey, como su bisabuelo Alfonso XIII, llega imbuido de un atmósfera regeneracionista en un contexto difícil. Responder a esa expectativa afectará a la suerte de la Corona, pero también a la normalidad de la imagen reflexiva de la sociedad española, sometida en exceso a las deformaciones de los espejos mágicos de los políticos de feria, tan abundantes en tiempos de desolación. La consistencia del mensaje de Felipe VI en el acto de su proclamación ante las Cortes es una garantía de futuro y nuevo entendimiento.

Publicado en Diario de Navarra, 20 de junio de 2014

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