sábado, 22 de enero de 2011

Tribunal Político Constitucional

Deberíamos estar orgullosos. El Tribunal Constitucional ya tiene nuevo presidente, y además es juez de carrera, Pascual Sala. El garante de la Constitución, garante a su vez de las reglas del juego, está despierto y vigilante. Qué tranquilidad en medio de la noche. Deberíamos estar orgullosos, pero no lo estamos. España no tiene un Tribunal Constitucional. Tiene uno Político Constitucional.

La anterior presidenta Casas tronó en su despedida contra los partidos políticos por no respetar la Constitución, y fue aplaudida y comentadas sus palabras por los sabios, ella que fue abroncada públicamente por la ex vicepresidenta del gobierno de la Vega, ofreciendo una pobre imagen de la independencia del alto tribunal durante su mandato.

El problema no es que los partidos tarden en ponerse de acuerdo sobre los nombres del TC que han de renovar las cámaras. El problema es la vuelta de tuerca al sistema de elección forzada por Zapatero, y el cinismo con que se actúa. El problema es la politización del tribunal, la presión política que se ejerce sobre él y la naturalidad con que se aplican desde fuera las etiquetas progresista y conservador a sus miembros.

Para que parezca normal la dinámica de bloques como norma de funcionamiento. Pues no lo es, ni tampoco sostenible, ahora que tanto nos gusta el término. Se oculta la viga para señalar la paja, la cabezonería de los partidos en determinados nombres, como si el problema se redujera a un nombre y en su rechazo quisieran evitarse todos los males de la politización.

Los sectores afines al PSOE han cargado sobre el PP la responsabilidad del retraso de años en la renovación parcial del TC. Fieles a la lógica de bloques, y con la esperanza puesta en ella, defendieron incluso que el Tribunal se renovara urgentemente ante el fracaso de las primeras ponencias más favorables al Estatut catalán, para que no se desbarataran sus propósitos.

Y se habló de traidores, como Manuel Aragón, que han pagado en el presente su desafecto, viéndose privados de la presidencia. Ahora preocupan las futuras sentencias sobre el aborto y el matrimonio homosexual. Urgia el desbloqueo de la renovación en el senado y posiblemente no urja tanto que se proceda a ello en el congreso, ahora que la mayoría y su nuevo presidente basculan hacia el lado progresista.

Unos dicen sin pudor que el presidente electo era el candidato de Rubalcaba o que tal puesto es un tributo a los nacionalistas catalanes. Otros contestan con cierta ingenuidad, cuando se les pregunta sobre qué harán ante determinadas leyes si llegan al gobierno, que primero valorarán lo que señale al respecto el TC.

Esta es la gran pantomima que presencian los ciudadanos. Por una parte, se quiere trasladar sobre el TC la lógica más puramente partidista, a costa de la propia división de poderes que consagra la Constitución. Por otra, todos hemos de actuar como si no existiera esa politización ni esa presión y fuera realmente una instancia independiente por encima de los políticos.

El problema no es únicamente español pues, en último término, responde a una diferencia de fondo entre la cultura política norteamericana y la cultura política europea de matriz francesa: la piedra angular que define la Constitución para la primera, es desplazada por el concepto de soberanía en la segunda, con efectos históricos conocidos (la partidización jacobina y la inherente debilidad institucional).

Pero eso no quiere decir que los españoles y sus políticos no tengan nada sobre que reflexionar: a la desafección existente entre los ciudadanos hacia la clase política comienza a unirse la desafección a las instituciones. Y esto no se soluciona con un suspiro. Cuántas cambios tendrá que acometer el nuevo gobierno, y cuántas cosas tienen que cambiar antes, para que esos cambios sean posibles.

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