La juventud, guste o no, es un grado en la política española. Con ocasión del reciente Congreso del PP, muchos han celebrado que el ciclo del 15-M haya llegado por fin a las filas conservadoras, eligiendo un nuevo líder, Pablo Casado, que se sitúa a la par de Iglesias, Rivera y Sánchez: los cuatro jinetes de la nueva política. La política de principios, los valores, la transparencia en la comunicación frente al pasteleo, el pragmatismo o la vacua moderación que se desentiende de los problemas y del compromiso. El PP ha vuelto, han celebrado los nuevos dirigentes populares, presentando ese regreso en términos de regeneración.
La situación no deja de ser paradójica. Casado se postuló como el líder de las bases, pero los militantes apoyaron a la ex vicepresidenta Sáenz de Santamaría y, contrariamente a sus palabras iniciales, cocinó acuerdos de aparato para hacerse con el voto mayoritario de los compromisarios, ensalzando un sistema de elección que no es propiamente de doble vuelta. La alianza negativa de los candidatos vencidos en la primera vuelta no fue muy distinta de la urdida en la moción de censura contra Rajoy, tan criticada en su momento dentro del PP. Tampoco en este caso ha habido debate alguno de ideas ni proyectos.
Casado apela a la renovación, pero pese al relevo generacional que supone su elección, el aire que trae es antiguo. Sus padrinos son el segundo Aznar y Esperanza Aguirre, que han destacado como pocos en la siembra de la discordia entre los populares en tiempos de Rajoy, amén de la responsabilidad de ambos (aunque sea por dejación como reconoció tardíamente la propia Aguirre) en el florecimiento de la corrupción que ha pagado el PP de Rajoy. Vuelve el PP más orgulloso de sí mismo (Aznar nunca ha reconocido ninguna responsabilidad en la decadencia del PP), aunque para disimular Casado se haya paseado durante el cónclave popular con el hijo de Adolfo Suárez colgado del brazo.
Es evidente que una parte del PP está feliz con el supuesto regreso a las esencias, por más que no se haya facilitado una real integración interna, al haberla entendido Casado a la vieja usanza, rodeándose de compañeros fieles y agradecidos a quienes por el hecho de ser muy próximos considera los mejores. Lo mismo ha hecho Pedro Sánchez premiando a sus incondicionales con puestos en los distintos escalones del gobierno o al frente de organismos clave y grandes empresas públicas. Las redes clientelares se entienden mal con la regeneración política, tan mal como con la simple política de gestos o los pildorazos ideológicos, a los que se ha sumado Casado, que nada contribuyen a elevar el nivel del debate público. Casado ha hecho, de golpe, más fuerte al presidente Sánchez.
La nueva política en manos de los viejos partidos no puede quedarse en un simple relevo generacional. Esto puede resultar incluso peligroso. La regeneración política por la que suspira la ciudadanía crítica se vuelve contra el virtuosismo del político que ha sacrificado todo a la cosa pública (casa, hacienda, trabajo, gloria) y convierte así la política en su objeto de ambición y en su única fuente de medro y reconocimiento personal. Los viejos partidos después de cuarenta años de democracia han fabricado políticos jóvenes que no han conocido otra experiencia profesional que la política, pasando de dirigentes juveniles en sus organizaciones a concejales, cargos autonómicos, parlamentarios, hasta conseguir dar el salto a la política nacional. Casado es un buen ejemplo de ello.
De ahí que el caso del master del nuevo líder popular revista significación. La respuesta inmediata de los actuales dirigentes es preocupante. El caso existía antes de la elección de Casado, quien sin embargo ha reaccionado de manera victimista como el mayor perseguido de la historia, con argumentos improcedentes, llevados al extremo por el nuevo secretario general del PP (originario de Nueva Generaciones como Casado), que se preguntaba si debía presentar los justificantes de educación primaria (evidentemente no, porque es obligatoria en España).
¿Tan difícil es de entender que no cabe ningún trato de favor por una presunta dedicación exclusiva a la política hasta el punto de regalar el esfuerzo que el común de los ciudadanos invierte en su formación? El talento político no se cifra en los títulos superiores obtenidos, pues nadie está forzado a coleccionarlos. Tampoco debe reducirse al aprendizaje de argumentarios de partido o manuales del elector. El talento político implica ciertamente conocimientos, competencias funcionales y también inteligencia moral. Frente a quienes se apresuran a restar cualquier importancia al tema y denuncian su politización, que esta cuestión del master en las presentes circunstancias, más allá del tema del aforamiento, llegue al Tribunal Supremo es un signo de independencia que honra y compromete a la justicia española. Seguro que revertirá, de una forma u otra, en una mayor madurez de nuestra cultura política.
Publicado en Diario de Navarra, 4 de septiembre de 2018
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