Azaña, gran amante del
teatro, evoca en sus cuadernos un diálogo figurado con el rey Alfonso XIII, a
quien ve reflejado en el espejo en que se mira, y que le pregunta qué está
haciendo con España: “enseño a vivir en democracia, es difícil”, responde el gobernante
republicano. La Monarquía como institución no ha sido ajena a este empeño
fundamental de las sociedades contemporáneas y actuales. La proclamación de la
monarquía de 1830, tras la segunda revolución francesa, entronizó al rey
ciudadano y fue comprendida como una monarquía republicana. Asumida la
condición liberal, un rey al frente del estado, con sus propias reglas de
sucesión, ajenas a la lucha política partidista, ofrecía la ventaja de significar
mejor el ideal de neutralidad del juez o árbitro que no puede ser parte, algo
que no logran alcanzar algunos modelos republicanos. Esa monarquía
constitucional es la que arraigó en España, con más luces que sombras, en el
siglo XIX y es también la que ha proporcionado el régimen democrático más
fecundo de nuestro siglo XX. Tiene razón el nuevo rey Felipe VI al apelar a la
continuidad democrática como una clave de su reinado, pero también ha de serlo
el cambio efectivo.
Al mirarnos en el
espejo vemos la imagen que reflejamos en el propio espacio desde donde nos
miramos, y que nos interpela ciertamente. El nuevo rey ante el espejo no puede
sino contemplar a una sociedad que habla y se manifiesta cada vez con mayor criticismo
y claridad, exigiendo respuestas a las propias demandas ciudadanas. La
limitación del papel institucional del rey le ha despojado de la vieja prerrogativa
de ser el único que todo lo ve y a quien no se podía mirar de frente –la más
expresiva muestra de la negación de un público en el Antiguo Régimen–, pero la
democracia no le impide convertirse en el gran escuchador y articulador de los
mensajes de la sociedad, diluidos dentro del estruendo del espacio público. Atendiendo
a la centralidad de la sociedad se justifica la propia función de la Corona,
que no está alejada del concepto de representación. Si bien el rey no es
representante ni elegido del pueblo, la monarquía sí puede proporcionar una
viva expresión de esa imagen de sociedad ideal que toda cultura política
necesita y persigue: la unidad y la estabilidad como garantía de la prosperidad
de una comunidad diversa. El poder del rey es simbólico, y por ello mismo
visible, y de enorme importancia para el rearme o derrumbe de la moral
colectiva.
Paradójicamente una
democracia puede degenerar en una sociedad de corte cuando se consiente la
formación y acción incontrolada de triarquías oligárquicas, esa alianza entre
timócratas, plutócratas y demagogos –esto es, entre políticos que sólo buscan
su propio provecho personal, entramados económicos que se benefician del poder
político, y medios de comunicación que juegan a extender la partidización de la
vida colectiva–, una asociación de intereses ajena al bien común que tanto ha
erosionado en los últimos tiempos la credibilidad de nuestro sistema y de la
propia institución monárquica. Paradoja por paradoja, una monarquía puede ser el
revulsivo democratizador que la política, a requerimientos de la sociedad actual,
necesita. El nuevo rey, como su bisabuelo Alfonso XIII, llega imbuido de un
atmósfera regeneracionista en un contexto difícil. Responder a esa expectativa
afectará a la suerte de la Corona, pero también a la normalidad de la imagen
reflexiva de la sociedad española, sometida en exceso a las deformaciones de
los espejos mágicos de los políticos de feria, tan abundantes en tiempos de
desolación. La consistencia del mensaje de Felipe VI en el acto de su
proclamación ante las Cortes es una garantía de futuro y nuevo entendimiento.
Publicado en Diario de Navarra, 20 de junio de 2014