La reflexión sobre el tiempo ocupa hoy día un lugar privilegiado dentro de las ciencias naturales, humanas y sociales. Resulta evidente la experiencia del tiempo vivido y la inquietud acerca del porvenir, en general, y de lo que nos aguarda (al planeta y a cada uno), en particular, pero no es fácil conceptualizar el tiempo y menos aún la cuestión del sentido (de lo que nos pasa, y de lo que hacemos). En cualquier caso, cada vez hay más conciencia de la multiplicidad del tiempo social, de los diferentes tiempos y ritmos temporales que conviven en el tiempo calendario, de la aceleración y la velocidad a que nos vemos sometidos y que parece imponerse en las llamadas sociedades avanzadas.
En España, a diferencia de otros países de nuestro entorno inmediato, el mes de agosto es el mes de las vacaciones por excelencia. De manera paradójica, por muy policéntrico que parezca el estado de las autonomías, Madrid sigue marcando el ritmo nacional. Madrid se paraliza y se vacía cuando llega el mes de agosto, contagiando a todos los demás, en contraste con lo que sucede en Francia, que por muy centralista que siga siendo, diversifica mucho mucho más el tiempo de vacaciones. Pero basta con incumplir ese ritual español, y desviarse en cualquier otro mes estival o del año unos pocos kilómetros de cualquier autovía del norte, por ejemplo, para entrar en un ritmo lento que pone en evidencia las falacias del tiempo trepidante, el de la política en particular.
El ritmo político es de por sí acelerado, mucho más rápido que los ritmos económico y social. Los medios de comunicación contribuyen poderosamente a esa sensación y realidad. El ritmo de la política puede llegar a ser frenético, por más que su capacidad de operar el cambio sea mucho más limitada de lo que suele suponerse. Se puede llegar a enloquecer viviendo en el mundo creado por el discurso de los políticos y sus altavoces mediáticos, mucho más si estos aspiran incluso a dirigir a aquellos, y por ende a organizar nuestras vidas. Muchos ciudadanos se ven amenazados de depresión cuando se producen algunos cambios al frente de determinados medios, como acaban de certificarse en la COPE, y comprueban que su mundo (el fabricado y sostenido por esos medios o determinados periodistas) súbitamente se derrumba, ocasionando una auténtica crisis de identidad.
En la quietud de la montaña o el mar, inmersos en un tiempo casi inmóvil, se ajusta la verdadera escala de lo real. Poco importa realmente la suerte política de unos pocos, se llamen Camps, Aguirre, Rajoy o Zapatero, por mucha prisa que tengan algunos en sentenciarlos. Las voces de quienes se afanan en multiplicar los escándalos políticos con el simple objetivo de destruir o deshacerse del adversario (a quien se trata como enemigo, en lugar de protegerlo, sabedores de la propia función que desempeña en el espacio público) no penetran en las profundidades de los valles y se disipan fácilmente con la suave brisa marina. La política se hace mucho más inconsistente y efímera cuando el ritmo que se le confiere atiende únicamente a 1) intereses partidistas y de supervivencia del líder en el gobierno o la oposición, o 2) pretende enmascarar los problemas realmente preocupantes.
Preocupa la crisis económica y el paro, perceptible en el propio espacio de vacaciones. Son de preocupar los efectos de la gripe A en los próximos meses, a tenor de las previsiones que algunos países próximos están haciendo. Preocupa igualmente en la España actual la protección e integridad de los menores. Y ante eso no se entiende la urgencia del gobierno en resolver el tema de la financiación autonómica, en sí mismo mal planteado y peor resuelto en el actual contexto no sólo de incertidumbre económica sino también constitucional en torno al Estatuto de Cataluña, que es lo que ha desatado las prisas: política de hechos consumados, como es habitual en el PSOE, antes de que se conozca la ineludible sentencia del Tribunal Constitucional, que puede afectar entre otros a este punto.
No se entiende si no es por la necesidad que tiene Zapatero, y a lo que sacrifica todo, de lograr la estabilidad parlamentaria de su gobierno, que no la tiene actualmente, como se ha podido ver en los últimos meses. Estabilidad que pasa mucho antes por asegurarse la fidelidad de los diputados catalanes del partido socialista (PSC), siempre amenazando con romper la baraja, que por arrojarse de nuevo en brazos de los nacionalistas republicanos de ERC, como en la anterior legislatura, por más que el deseo de Zapatero en ésta fuese el de aproximarse a CiU. El portavoz independentista catalán, Ridao, no ha dudado sin embargo en apuntarse el tanto de la "negociación", al tiempo que clavaba con frialdad su daga en la espalda del presidente del gobierno de España.
Si lo anterior preocupa de diversa manera, resultan futiles las batallas anti PP e intra PP que presiden la agenda política marcada por los medios, llenas de mentiras o medias verdades por parte de todos. Financiación ilegal del partido, paraísos fiscales, salida masiva de documentacion de sedes oficiales, nuevos actores y cargos implicados que no figuran en las actuaciones judiciales, todo tipo de pasiones y monstruosidades se han dado cita en los seriales de El País o la cadena Ser, jugando con filtraciones de supuesta documentación proveniente de la policía judicial o del ministerio del interior, como si de culebrones de verano se tratara, confiando en su masivo consumo por parte de una ciudadanía siempre ávida de noticias del poder y dependiente de los políticos, cuando lo que se consigue con ello es incrementar la distancia entre aquella y éstos, y el mismo desinterés por la política. Aunque los réditos electorales de esta estrategia hayan sido escasos o más bien contrarios, el PSOE y sus satélites insisten en su afán de presentar al PP como el ejemplo actual de la vieja política, tan denostada por Ortega, donde la política se confunde con la corrupción (olvidando, o queriendo hacer olvidar, que las páginas realmente sangrantes de corrupción en la historia reciente española las ha escrito el PSOE, y son difícilmente superables).
A estas horas declara ante el Tribunal Supremo el senador Bárcenas, el tesorero del PP, supuesto vértice de un iceberg donde debe naufragar -en el designio de los demiurgos- el partido de la oposición. Lo hace extrañamente a petición propia y como "imputado provisional". La ola está a punto de romper y veremos si, respetada al máximo su presunción de inocencia por parte de la dirección del PP, todo se desvanece como la espuma, o si lo que queda finalmente en la arena responde propiamente a las locas aventuras de este avezado lobo de mar en que, entre todos, se ha convertido a Bárcenas. Y en este caso habrá que ver a quien perjudican los secretos inconfesables, si a Rajoy o a quienes desde la defensa de la herencia del pasado siguen empeñados en descabalgar al actual líder del PP, aunque caigan ellos también en el intento, como pueda ser el caso de Esperanza Aguirre. Que se haya significado Álvarez Cascos, secretario general del PP y ministro de Fomento con Aznar, en que Bárcenas resistiera hasta el final no parece casual.
Que un político como Rajoy funcione a ritmo lento, lejos de suponer un defecto o debilidad, como le reprochan sus detractores (que habrían querido ver hace tiempo al tesorero del PP colgado de un balcón de la sede central de Génova), comienza a parecer una virtud. Nadie podrá acusarle de haber cedido a la presión contra su partido en provecho propio, aunque nadie dude tampoco de que ha llegado la hora de que Bárcenas descanse en otro puerto. Por fin las vacaciones para todos. Qué ganas de que las conversaciones ociosas y los argumentos colaterales, totalmente alejados de la tensión del hilo directo que el ritmo alocado (y frívolo) de la política pretende ingenuamente imponer, hagan sopesar finalmente en la tranquilidad y el silencio lo sustantivamente importante y real.