En España, el mes de agosto es el tiempo de vacaciones por
excelencia, que nos permite entrar en un ritmo lento y que pone en evidencia
las falacias del tiempo trepidante, el de la política en particular, de por sí
acelerado, mucho más que los ritmos económico y social. Los medios de
comunicación contribuyen poderosamente a esa sensación y realidad. El ritmo de
la política puede llegar a ser frenético, por más que su capacidad de operar el
cambio sea mucho más limitada de lo que suele suponerse. Se puede llegar a enloquecer
viviendo en el mundo creado por el discurso de los políticos y sus altavoces
mediáticos, mucho más si éstos aspiran incluso a dirigir a aquellos, y por ende
a organizar nuestras vidas.
En la quietud de la montaña o el mar, inmersos en un tiempo casi
inmóvil, se ajusta la verdadera escala de lo real. Poco importa realmente la
suerte política de unos pocos, se llamen Blanco, Barcina o Rajoy, por mucha
prisa que tengan o hayan tenido algunos en sentenciarlos. Las voces de quienes
se afanan en multiplicar los escándalos políticos, con el simple objetivo de
destruir o deshacerse del adversario, no penetran en las profundidades de los
valles y se disipan fácilmente con la suave brisa marina. La política se hace
mucho más inconsistente y efímera cuando el ritmo que se le confiere atiende
únicamente a 1) intereses partidistas y de supervivencia del líder en el
gobierno o la oposición, 2) pretende enmascarar los problemas realmente
preocupantes, o 3) busca impedir la aplicación de las medidas que se precisan
para solucionarlos.
De forma paradójica, el run-run de los
políticos de guardia y las serpientes de verano de los medios (no es el caso
del drama de Egipto), buscando incrementar las ventas entre la gente ociosa y
mentalmente perezosa, ha de ser soportado fundamentalmente por quienes no
tienen posibilidad de evadirse en vacaciones, los mas sacudidos por la crisis,
y que en su desesperación son el pasto fácil para una mayor enervación social.
En la distancia veraniega –bajo el embrujo de la majestuosidad de la montaña o
la sensualidad del mar– la imagen de los políticos resulta, no ya poco
atrayente, sino insoportable y esa pesadilla que provocan debe hacer reaccionar
a todos.
Lejos de los políticos se hace más nítido
su curioso empeño en alejarse de los ciudadanos, preocupados aquellos
únicamente por responder al grito de la sangre que les calienta y enzarza entre
ellos, y reduce el debate público a pomposas vociferaciones de embaucadores y
traficantes que acaban tomando el aguante de la sociedad por disfraz de sus
viejas codicias o nuevas ambiciones personales. Cuando el trabajo de los
jueces, que tiene sus propias reglas, no responde a las expectativas creadas
(como ha sucedido con las recientes resoluciones del Supremo), los parlamentos
se preparan para novísimos juicios políticos (al margen de las reglas de una
moción de censura). Prima el afán de cortar cabezas, a la vieja usanza
jacobina, que tan escasamente ha beneficiado a la cultura democrática, en lugar
de concentrar los esfuerzos en ir al fondo de los problemas.
Es urgente discutir y convenir los
cambios necesarios que remuevan la base de los desmanes por todos cometidos.
¿Estamos realmente dispuestos a promover una nueva ley de partidos que limite
su financiación a las subvenciones de un Estado en proceso de quiebra o a las
aportaciones de sus militantes en manifiesta deserción? ¿Estamos convencidos de
las bondades de las primarias o de las listas abiertas, mas allá de la
demagogia de discursos y prácticas recientes instaladas en el ‘sí, pero no’?
¿Sabemos lo que queremos, o no lo queremos realmente? ¿A quién hay que
desenmascarar primero en este baile de la confusión general? Porque todos
portan máscaras.
Los cambios legislativos no transforman
inmediatamente la realidad, son una palanca necesaria pero no suficiente.
Tampoco tiene sentido, donde no existen mayorías, instrumentalizar el
parlamento contra el gobierno aprobando leyes que no van a ninguna parte (y
frustran, sin embargo, las esperanzas de los más perjudicados), tan sólo para
enseñar una musculatura de espejo, que por mágico que se quiera, no hace sino
más patética la imagen reflejada.
Es deseable a la vuelta de vacaciones un
cambio de ritmo que propicie una verdadera regeneración política. Resulta
ingenuo creer, como se sugiere, que ésta pueda consistir sólo o primariamente
en un cambio de personas. Ha de implicar un cambio de discursos, de actitudes y
de comportamientos, con hechos concretos y verificables. Ha de surgir desde
dentro de la política, de los partidos y de los políticos. Ha de ser receptiva
a las voces de fuera, sabiendo escuchar a la sociedad a la que se debe e
interpretando con criterio las actuales y contrapuestas demandas sociales. Ha
de ser receptiva a los ‘otros’, aprendiendo a compartir (también las
responsabilidades). Y ha de afectar a todos.
Publicado en Diario de Navarra, 21 de agosto de 2013