Un
ministro de Trabajo y Asuntos Sociales, en tiempos de Zapatero, calificó de
agoreros de la desgracia a quienes se atrevían a sostener que España estaba en
crisis. Prueba de que no era cierto, destacaba los 200.000 nuevos empleos
creados durante 2007 ligados a la prestación de servicios sociales contemplada
por la Ley de Dependencia. Cinco años después, los nuevos responsables del
ministerio de Empleo y Seguridad Social han argumentado los malos datos publicados
a principios de este mes de diciembre diciendo que las cifras se leen mejor si
se descuentan los miles de afectados por la decisión del Gobierno de dejar de
cubrir la cotización a la Seguridad Social de los familiares que se hacen cargo
de dependientes, dados de alta en 2007 en aplicación de aquella ley.
Es la
última muestra simbólica de un hecho axiomático y paradójico. El patrón de
crecimiento que entonces se señalaba como modelo –empleos ligados a los
servicios sociales: “un gran yacimiento de empleo” en la línea de los países
“más avanzados” se argumentaba– ha sido desarbolado por el ímpetu mismo de la
crisis que afecta a la Unión Europea, y por las obligaciones que dentro de la
UE los países del norte imponen a los del sur. Asimismo quienes alertaban
contra los agoreros de la desgracia, negando la crisis tras alardear de haber
situado a España en la Champions League de las economías del mundo, son los
mismos que identifican hoy la política de recortes como la responsable del
sufrimiento social, y señalan su inutilidad por cuanto dificulta aún más la
salida de la crisis, siendo calificados éstos a su vez como agoreros de la
desgracia por parte del actual gobierno y adláteres.
De
paradojas está hecha la viña del Señor, pero debemos cuidarnos de tanto falso
profeta, propagadores de simples mensajes de muerte, incapaces de convenir en las
razones del mal y de anteponer la salvación de todos a dudosas ventajas de capilla
o partido fundadas bien en la mezquina esperanza del ‘cuanto peor, mejor’, fácilmente
interiorizada por la oposición; bien en el apego a los bienes terrenales de la
política o del poder (también económico), que impide una verdadera
transformación del sistema desde dentro. Está lógica perniciosa que tiende a
apoderarse de todos, contribuye fatalmente a la extensión del pesimismo, pero
éste es tan inútil políticamente como lo fue el 98, que sólo consiguió agostar
el verdadero espíritu regeneracionista.
A los
hombres de negro que amenazan con hurgar en las tripas del Estado, y a los
políticos fracasados que heridos en su orgullo se revuelven contra lo que queda
de ese Estado, hay que añadir los cuervos que revolotean arriba –anunciando una
y otra vez la llegada de la gran catástrofe, sea a propósito del rescate o de
la quiebra territorial de España– antes de que exista un cadáver o de que haya
finalizado propiamente la batalla, en lugar de sumar esfuerzos para ahuyentar
los peligros reales que se ciernen sobre el futuro colectivo. Todos –políticos,
agentes sociales, medios de comunicación, críticos o intelectuales– debemos ser más conscientes de la
responsabilidad que tenemos ante las generaciones futuras, y actuar en
consecuencia extrayendo lo mejor de nuestro imaginario colectivo.
A estas alturas sorprende que deba
insistirse en la necesidad de superar la lógica de las dos Españas y el
conflicto de nacionalismos para volver sobre la esencia del mito de las dos
naciones, divulgado en su día por Costa reproduciendo el modelo francés: la
contraposición entre una nación sana –la nación de subsuelo, sin problemas ni fisuras, la nación del porvenir–
y una minoría política
dominante, corrupta e ineficiente (la nación en el poder). Frente al pesimismo
del 98 se alzó el empeño positivo de la generación de 1914, que transformará
las constataciones desilusionadas costistas de la inexistencia de la segunda
España (la nación de subsuelo), en un reto desde el cual proponer un proyecto
de modernización para el país, proyecto que ha sido llevado en gran medida a la
práctica durante la democracia.
La misma ambición que movió primero a Ortega
y luego a la generación de 1978
a trabajar por el afloramiento e institucionalización de
una España nueva, es la que se precisa hoy día. Sin miedo a llamar las cosas
por su nombre, pues es evidente que
existen problemas y fisuras, que faltan hábitos de trabajo, que sobra el
dinero fácil y el fraude por arriba y por abajo, y que es necesario un cambio
de mentalidad, en las ‘dos naciones’ (también en las ‘dos Navarras’), para recorrer el camino que ha de conducir a personas,
comunidades e instituciones de lo peor (que se tiene dentro) a lo mejor (de que
se es capaz). Se lo debemos a los que vienen detrás. Y si no sabemos
bien qué hacer, o ni siquiera qué decirles, al menos no nos convirtamos en
agoreros de la desgracia.
Publicado en Diario de Navarra, 16 de diciembre de 2012
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