domingo, 16 de diciembre de 2012

Agoreros de la desgracia



Un ministro de Trabajo y Asuntos Sociales, en tiempos de Zapatero, calificó de agoreros de la desgracia a quienes se atrevían a sostener que España estaba en crisis. Prueba de que no era cierto, destacaba los 200.000 nuevos empleos creados durante 2007 ligados a la prestación de servicios sociales contemplada por la Ley de Dependencia. Cinco años después, los nuevos responsables del ministerio de Empleo y Seguridad Social han argumentado los malos datos publicados a principios de este mes de diciembre diciendo que las cifras se leen mejor si se descuentan los miles de afectados por la decisión del Gobierno de dejar de cubrir la cotización a la Seguridad Social de los familiares que se hacen cargo de dependientes, dados de alta en 2007 en aplicación de aquella ley.

Es la última muestra simbólica de un hecho axiomático y paradójico. El patrón de crecimiento que entonces se señalaba como modelo –empleos ligados a los servicios sociales: “un gran yacimiento de empleo” en la línea de los países “más avanzados” se argumentaba– ha sido desarbolado por el ímpetu mismo de la crisis que afecta a la Unión Europea, y por las obligaciones que dentro de la UE los países del norte imponen a los del sur. Asimismo quienes alertaban contra los agoreros de la desgracia, negando la crisis tras alardear de haber situado a España en la Champions League de las economías del mundo, son los mismos que identifican hoy la política de recortes como la responsable del sufrimiento social, y señalan su inutilidad por cuanto dificulta aún más la salida de la crisis, siendo calificados éstos a su vez como agoreros de la desgracia por parte del actual gobierno y adláteres.

De paradojas está hecha la viña del Señor, pero debemos cuidarnos de tanto falso profeta, propagadores de simples mensajes de muerte, incapaces de convenir en las razones del mal y de anteponer la salvación de todos a dudosas ventajas de capilla o partido fundadas bien en la mezquina esperanza del ‘cuanto peor, mejor’, fácilmente interiorizada por la oposición; bien en el apego a los bienes terrenales de la política o del poder (también económico), que impide una verdadera transformación del sistema desde dentro. Está lógica perniciosa que tiende a apoderarse de todos, contribuye fatalmente a la extensión del pesimismo, pero éste es tan inútil políticamente como lo fue el 98, que sólo consiguió agostar el verdadero espíritu regeneracionista.

A los hombres de negro que amenazan con hurgar en las tripas del Estado, y a los políticos fracasados que heridos en su orgullo se revuelven contra lo que queda de ese Estado, hay que añadir los cuervos que revolotean arriba –anunciando una y otra vez la llegada de la gran catástrofe, sea a propósito del rescate o de la quiebra territorial de España– antes de que exista un cadáver o de que haya finalizado propiamente la batalla, en lugar de sumar esfuerzos para ahuyentar los peligros reales que se ciernen sobre el futuro colectivo. Todos –políticos, agentes sociales, medios de comunicación, críticos o intelectuales–  debemos ser más conscientes de la responsabilidad que tenemos ante las generaciones futuras, y actuar en consecuencia extrayendo lo mejor de nuestro imaginario colectivo.

A estas alturas sorprende que deba insistirse en la necesidad de superar la lógica de las dos Españas y el conflicto de nacionalismos para volver sobre la esencia del mito de las dos naciones, divulgado en su día por Costa reproduciendo el modelo francés: la contraposición entre una nación sana –la nación de subsuelo, sin problemas ni fisuras, la nación del porveniry una minoría política dominante, corrupta e ineficiente (la nación en el poder). Frente al pesimismo del 98 se alzó el empeño positivo de la generación de 1914, que transformará las constataciones desilusionadas costistas de la inexistencia de la segunda España (la nación de subsuelo), en un reto desde el cual proponer un proyecto de modernización para el país, proyecto que ha sido llevado en gran medida a la práctica durante la democracia.

La misma ambición que movió primero a Ortega y luego a la generación de 1978 a trabajar por el afloramiento e institucionalización de una España nueva, es la que se precisa hoy día. Sin miedo a llamar las cosas por su nombre, pues es evidente que  existen problemas y fisuras, que faltan hábitos de trabajo, que sobra el dinero fácil y el fraude por arriba y por abajo, y que es necesario un cambio de mentalidad, en las ‘dos naciones’ (también en las ‘dos Navarras’), para  recorrer el camino que ha de conducir a personas, comunidades e instituciones de lo peor (que se tiene dentro) a lo mejor (de que se es capaz). Se lo debemos a los que vienen detrás. Y si no sabemos bien qué hacer, o ni siquiera qué decirles, al menos no nos convirtamos en agoreros de la desgracia.

Publicado en Diario de Navarra, 16 de diciembre de 2012