En el primer tercio
del XIX, en plena fascinación por la primera industrialización, Saint-Simon,
inspirador del socialismo utópico, distinguía sólo dos clases sociales: los
industriales o productivos, y los improductivos. Doscientos años después, en
plena crisis de las sociedades industriales avanzadas, esa distinción sigue
teniendo sentido, y hasta ocupa por momentos la primera plana del debate,
aunque no se sepa bien qué posición representa ya un socialismo sucesivamente
revolucionario, pragmático y acomodaticio.
En los tiempos
actuales, no se puede descalificar -como hacía Saint Simon- a los grupos no
industriales de parásitos. Comprendía en ellos a los nobles, al clero, a los
militares, pero también a los juristas o a los políticos: si desapareciesen no
pasaría nada, la sociedad seguiría funcionando sin resentirse, mientras que si
prescindiéramos de los productivos, sobrevendría el colapso. Hoy ni el
trabajador se reduce a quien cotiza a la seguridad social, ni el improductivo
se circunscribe a determinadas profesiones: el parásito puede estar en todas
partes. En España es preocupante el paralelismo que puede establecerse entre
los altísimos índices de ninis (ni estudian ni trabajan), fracaso escolar, paro,
gasto público y cultura de la subvención. La pérdida de confianza y la mala
imagen actual del país tiene que ver sin duda con eso.
En la actual
encrucijada, la necesidad de reformas es imperiosa para la defensa de un orden
de libertad que no es incompatible con la garantía de un sistema de bienestar
social, pero que ha de adecuarse inevitablemente a las nuevas circunstancias,
para su salvaguardia. Esa doble tarea de conservar y adaptar continuamente a
las circunstancias del momento los componentes esenciales de nuestro sistema
institucional, es la principal responsabilidad del gobernante, no ganar
elecciones. Saint-Simon no fue el precursor del neoliberalismo, como parecería
desprenderse de las críticas presentes de la oposición a las medidas aprobadas,
preconizadas por Bruselas, y a cualquier pretensión de reforma. Pero es
evidente que, en momentos singularmente
críticos, la expectativa de que los políticos tomen decisiones razonables exige
un esfuerzo comunicador de los gobiernos que se ha echado en falta a distintos
niveles, lo que no ha hecho sino aumentar la desafección hacia toda la clase
política, tenida como altamente improductiva.
En épocas de
crisis, no únicamente se desenvuelve con toda crudeza el drama social, haciendo
aumentar la protesta. También el drama moral adquiere mucho mayor predicamento.
Cuando se están exigiendo fuertes sacrificios, y no se pueden ofrecer
resultados a corto plazo, la cuestión de la autenticidad, verdad y moralidad de
los actores políticos pasa a un primer plano. La gente
desconfía de los discursos retóricos o de la maliciosa razón de los políticos,
sabedora de que está mucho más en juego que el puro espectáculo de la política.
En el drama moral la audiencia se revuelve contra el arte
del fingimiento y es más consciente de la posible inconsistencia entre la
representación efectuada y las verdaderas convicciones del actor. La confianza
tanto en el gobierno como en la oposición pasa por el grado de autenticidad con
que interpretan su papel, por la expresión de los verdaderos sentimientos, con
independencia de las expectativas y exigencias de la situación.
No es indiferente la gramática de los
motivos en debates cercanos como la reducción del número de parlamentarios, la
remuneración de los políticos profesionales, la contracción de las políticas de
creación de empleo, el affaire Donapea y la discriminación de sexos en la
escuela diferenciada, la excarcelación de presos etarras o el desafío
secesionista del nacionalismo catalán. Determinados argumentos no pueden evitar
en la ciudadanía la sospecha de oportunismo, del espíritu de casta, de
sectarismo contra instituciones concretas, de utilización de la política
antiterrorista y del sentimiento de las víctimas para combatir al adversario…
del propio partido; o en el caso del nacionalismo, de aprovecharse como antaño
de la debilidad o postración de España para fortalecerse y ocultar así sus
propias frustraciones o errores. También causa
recelo la actitud de los sindicatos a cuyos dirigentes se
les llena la boca pidiendo un referéndum sobre los recortes cuando hasta hace
poco se plegaban al gobierno para aumentar sus arcas. Se antojan todos como esfuerzos
inútiles para la solución de los problemas reales.
También en la cosa
europea el drama moral golpea a la audiencia. La firmeza de los gobiernos
español e italiano en el planteamiento de la unión bancaria y fiscal choca con
la doblez de Alemania que tensa la cuerda y
pone luegos trabas o bloquea las posibles soluciones que no le gustan, haciendo
valer la ayuda que presta, muy de agradecer, pero sabedora de que les vaya bien
o mal a los demás, ella siempre gana. Saint-Simon fue asimismo un adelantado de
la idea de la unidad y cooperación europea. Pero esa reorganización eficaz de
Europa que preconizaba, requiere menos escenificaciones lentas y tediosas, y
mayor credibilidad, capacidad de decidir y asumir en la práctica las decisiones
adoptadas.
Publicado en Diario de Navarra, 21 de septiembre de 2012
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