viernes, 21 de septiembre de 2012

Crisis y drama moral, o el retorno de Saint-Simon



En el primer tercio del XIX, en plena fascinación por la primera industrialización, Saint-Simon, inspirador del socialismo utópico, distinguía sólo dos clases sociales: los industriales o productivos, y los improductivos. Doscientos años después, en plena crisis de las sociedades industriales avanzadas, esa distinción sigue teniendo sentido, y hasta ocupa por momentos la primera plana del debate, aunque no se sepa bien qué posición representa ya un socialismo sucesivamente revolucionario, pragmático y acomodaticio.

En los tiempos actuales, no se puede descalificar -como hacía Saint Simon- a los grupos no industriales de parásitos. Comprendía en ellos a los nobles, al clero, a los militares, pero también a los juristas o a los políticos: si desapareciesen no pasaría nada, la sociedad seguiría funcionando sin resentirse, mientras que si prescindiéramos de los productivos, sobrevendría el colapso. Hoy ni el trabajador se reduce a quien cotiza a la seguridad social, ni el improductivo se circunscribe a determinadas profesiones: el parásito puede estar en todas partes. En España es preocupante el paralelismo que puede establecerse entre los altísimos índices de ninis (ni estudian ni trabajan), fracaso escolar, paro, gasto público y cultura de la subvención. La pérdida de confianza y la mala imagen actual del país tiene que ver sin duda con eso.

En la actual encrucijada, la necesidad de reformas es imperiosa para la defensa de un orden de libertad que no es incompatible con la garantía de un sistema de bienestar social, pero que ha de adecuarse inevitablemente a las nuevas circunstancias, para su salvaguardia. Esa doble tarea de conservar y adaptar continuamente a las circunstancias del momento los componentes esenciales de nuestro sistema institucional, es la principal responsabilidad del gobernante, no ganar elecciones. Saint-Simon no fue el precursor del neoliberalismo, como parecería desprenderse de las críticas presentes de la oposición a las medidas aprobadas, preconizadas por Bruselas, y a cualquier pretensión de reforma. Pero es evidente que, en momentos singularmente críticos, la expectativa de que los políticos tomen decisiones razonables exige un esfuerzo comunicador de los gobiernos que se ha echado en falta a distintos niveles, lo que no ha hecho sino aumentar la desafección hacia toda la clase política, tenida como altamente improductiva.

En épocas de crisis, no únicamente se desenvuelve con toda crudeza el drama social, haciendo aumentar la protesta. También el drama moral adquiere mucho mayor predicamento. Cuando se están exigiendo fuertes sacrificios, y no se pueden ofrecer resultados a corto plazo, la cuestión de la autenticidad, verdad y moralidad de los actores políticos pasa a un primer plano. La gente desconfía de los discursos retóricos o de la maliciosa razón de los políticos, sabedora de que está mucho más en juego que el puro espectáculo de la política. En el drama moral la audiencia se revuelve contra el arte del fingimiento y es más consciente de la posible inconsistencia entre la representación efectuada y las verdaderas convicciones del actor. La confianza tanto en el gobierno como en la oposición pasa por el grado de autenticidad con que interpretan su papel, por la expresión de los verdaderos sentimientos, con independencia de las expectativas y exigencias de la situación.

No es indiferente la gramática de los motivos en debates cercanos como la reducción del número de parlamentarios, la remuneración de los políticos profesionales, la contracción de las políticas de creación de empleo, el affaire Donapea y la discriminación de sexos en la escuela diferenciada, la excarcelación de presos etarras o el desafío secesionista del nacionalismo catalán. Determinados argumentos no pueden evitar en la ciudadanía la sospecha de oportunismo, del espíritu de casta, de sectarismo contra instituciones concretas, de utilización de la política antiterrorista y del sentimiento de las víctimas para combatir al adversario… del propio partido; o en el caso del nacionalismo, de aprovecharse como antaño de la debilidad o postración de España para fortalecerse y ocultar así sus propias frustraciones o errores. También causa recelo la actitud de los sindicatos a cuyos dirigentes se les llena la boca pidiendo un referéndum sobre los recortes cuando hasta hace poco se plegaban al gobierno para aumentar sus arcas. Se antojan todos como esfuerzos inútiles para la solución de los problemas reales.

También en la cosa europea el drama moral golpea a la audiencia. La firmeza de los gobiernos español e italiano en el planteamiento de la unión bancaria y fiscal choca con la doblez de Alemania que tensa la cuerda y pone luegos trabas o bloquea las posibles soluciones que no le gustan, haciendo valer la ayuda que presta, muy de agradecer, pero sabedora de que les vaya bien o mal a los demás, ella siempre gana. Saint-Simon fue asimismo un adelantado de la idea de la unidad y cooperación europea. Pero esa reorganización eficaz de Europa que preconizaba, requiere menos escenificaciones lentas y tediosas, y mayor credibilidad, capacidad de decidir y asumir en la práctica las decisiones adoptadas.

Publicado en Diario de Navarra, 21 de septiembre de 2012

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