domingo, 18 de marzo de 2018

Secesionismo y deconstrucción


Es frecuente asociar el término deconstrucción a la voluntad de desmontar los planteamientos metafísicos, al empeño de anular los opuestos o, en general, a la operación de desmitificación o desideologización de cualquier discurso esencialista, ignorante de los estratos temporales que esconde su propia estructura conceptual cuando aborda la pregunta ‘¿qué es…?’. Nos gusta deconstruir, no tanto que nos deconstruyan, pues estamos convencidos que ideología es el pensamiento del otro, no el nuestro, siempre capaces del más fino análisis intelectual.

La cuestión catalana ha pasado ya de la fase puramente destructiva a la propiamente deconstructiva, más sugestiva. Durante la última década asistimos, incrédulos e impotentes la mayoría, al proceso de metamorfosis del catalanismo. Contemplamos cómo del nacionalismo moderado se pasaba al secesionismo; del sentido común y el pragmatismo de los líderes a la sinrazón y la sinvergonzonería; del posibilismo político a la obcecación ideológica; de la modernización económica a la destrucción del tejido empresarial y a la fractura social.

Ha sido un espectáculo excesivamente largo y tedioso, sin mayor aliciente para las gentes sensatas que la especulación sobre la forma que revestiría el fracaso final de la intentona secesionista. Ha sido un puro acontecimiento de palabras, muy disociado de la experiencia del mundo real, si no fuera por las consecuencias demasiado visibles y desgraciadas que tanto discurso fatuo ha acarreado. Todos convienen que el ‘procés’ está muerto, aunque no sepan cómo enterrarlo. Este es el último acto del drama que presenciamos.

La parafernalia discursiva y los simulacros de acción de los secesionistas (consultas populares y declaraciones parlamentarias incluidas), sin verdadera referencia a la auténtica realidad de las cosas, han mostrado su impotencia ante lo que no ha sido, paradójicamente, más que silencio y acción contenida por parte del Gobierno: la aplicación de un 155 mínimo precedido y seguido de un discurso también mínimo. En representación del Estado, aquí quien ha hablado ha sido el rey Felipe, con bastante claridad y dureza, por lo que no ha gustado evidentemente a todos.

La prudencia del PP gobernante (su falta de coraje y los complejos en el sentir de muchos de sus votantes) le ha pasado factura en las elecciones catalanas convocadas por el propio Rajoy al amparo del 155, y el futuro pinta amenazador, a tenor de las encuestas que desde entonces apuntan a un ‘sorpasso’ de Ciudadanos (C’s) en el centro derecha español, sino sucede algo mayor. El fantasma de UCD sigue vivo. El presidente invoca su principal responsabilidad de defender el orden institucional de libertad, antes que atender a sus intereses particulares o electorales, pero eso no le valió a Suárez (que incluso se atrevió a dimitir) para evitar la destrucción de su partido.

El golpe catalán ha puesto a prueba la capacidad de aguante de la sociedad española, muy resentida tras la experiencia de la crisis económica. Rajoy se reivindica como artífice de la recuperación, pero no valora suficientemente el efecto de cansancio acumulado y hasta agotamiento que ha venido a añadir la cuestión catalana, jugando desde el inicio el secesionismo con explotar a su favor la presunta debilidad española ante la crisis. Los detalles conocidos a raíz de las investigaciones policiales y judiciales sobre la utilización concreta que se ha hecho de las instituciones autonómicas catalanas para atentar contra el Estado y contra las reglas democráticas de convivencia y respeto político al adversario, se vuelven también contra la inacción del Gobierno de España.

La desmoralización de la sociedad hacia sus gobernantes y los políticos en general ha sido instrumentalizada por el populismo, cuyo potencial destructivo se acaba de poner de manifiesto en Italia, pero ha provocado también el rearme de la sociedad civil, con logros evidentes como se está viendo en Cataluña con la reciente irrupción de Tabarnia. Con ella, la cuestión catalana ha iniciado –sorpresivamente por su eficacia– la etapa deconstructiva. El secesionismo ante su espejo se muestra realmente impotente. Resulta más fácil desmontar una estructura conceptual, como sin duda es el nacionalismo, utilizando su misma argumentación, pero en sentido inverso. 

Desde los resultados electorales del 21-D, donde la concurrencia separada de los secesionistas permitió a Ciudadanos convertirse en el partido más votado de Cataluña, las cosas siguen cambiando. El discurso del actor Boadella en el exilio, semanas después, emulando mucho más a Tarradellas que a Puigdemont, ha dignificado la virtud del humor como virtud cívica frente a las inadmisibles patochadas de algunos políticos que envueltos en su bandera personal han perdido hasta el sentido del ridículo. Ha demostrado también su poder moralizador (en el sentido orteguiano de elevar la moral) y movilizador, no ya en la calle como se vio el pasado 4 de marzo, sino en la opinión pública. La última encuesta de voto catalana, con fuerte descenso del apoyo al secesionismo, parece certificar el éxito de la deconstrucción como estrategia de lectura aplicada a la política.

Publicado en Diario de Navarra, 18 de diciembre de 2018