Paul Valéry no dudó en afirmar que la historia era el producto más peligroso que la química del intelecto hubiese fabricado jamás. A través del relato histórico, el historiador define metas, aúna voluntades, persuade, presiona, organiza el tiempo; negocia en suma el pasado desde el presente con vistas al futuro. Ejerce con frecuencia, antes que una función social, una clara función política. Sin duda lo hizo en el siglo XIX –la historia al servicio de la Nación como en el XVI y XVII lo había estado al servicio del Príncipe– y también lo ha hecho en el XX, en medio de tanto totalitarismo y conflicto de nacionalismos. Observando el modo en que se ha contado y se cuenta la historia a los niños en el mundo entero, un ejercicio practicado por Marc Ferro, se hace patente cómo la historia sigue siendo una herramienta imprescindible para la fundamentación y supervivencia de cualquier nacionalismo.
La historiografía o el uso de la historia, en general, es un arma peligrosa en la medida que, apoderándose de la memoria y del olvido, proyecta sobre la comunidad, como valores, los mitos y contenidos ideológicos inmediatos del propio grupo organizado, pudiendo inducir al odio y también a la violencia. No hace falta que lo diga ningún informe de los Cuerpos de Seguridad. No cualquier relato de la historia hace justicia a la Historia, tampoco es necesario preguntárselo a las víctimas del terrorismo. La historia como la política puede reducirse a la dialéctica amigo-enemigo, incluso en medios pretendidamente académicos. El congreso ‘España contra Cataluña’ promovido por la Generalitat es un buen ejemplo de historia oficial-militante en el siglo XXI, bien engranado en la gran operación de propaganda nacionalista en que se ha convertido el desafío secesionista catalán.
Todo el movimiento conduce a 2014 con una doble finalidad simbólica: la conmemoración del final de la Guerra de Sucesión (1714) entendida no como un conflicto dinástico sino como un conflicto entre España y Cataluña que acabó con sus fueros y libertades, haciendo coincidir esa celebración histórica con la fiesta política de una consulta popular que abra las puertas a la nueva libertad. Es un nuevo caso de ‘invención de la tradición’, que cambia el significado de los hechos históricos para su utilización política, tejiendo el relato de una supuesta lucha por la independencia, inevitable por la ambición española, como hiciera en su día Sabino Arana para el País Vasco. La aranización de Artur Mas rompe con la tradición catalanista autocontenida dentro de una afirmación de España, en un deseo de explotar la debilidad española ocultando la propia, puesto que la Cataluña locomotora de España es ya un mito, y hoy más que nunca es preciso hacer responsable a España de sus males.
Por grosera que parezca la manipulación, no se pueden menospreciar sus efectos. En Navarra, con ocasión del Quinto Centenario de 1512, la batalla académica –en una curiosa guerra de congresos– la ganaron unos y quienes están rentabilizando sus efectos políticos son otros, a tenor de la crecida nacionalista que parece haber arrastrado consigo a quienes no tienen la brújula suficientemente imantada. Las relaciones culturales y políticas entre Cataluña y Navarra han sido desde finales del XIX de ida y vuelta. Resulta extraño el ominoso silencio acerca de las posibles repercusiones del secesionismo catalán en la política navarra al tiempo que se defiende una alternativa de gobierno que pivota necesariamente sobre el nacionalismo vasco. Pretender remontar el pasado para construir el futuro, como se desprende de los usos y abusos de fechas como 1512 ó 1714, es empeñarse en avanzar hacia atrás, encallando voluntariamente en la rocosidad de las fronteras y de las soberanías irreductibles, en lugar de salir al mar abierto del nuevo tiempo global.
El origen y desarrollo de los nacionalismos catalán y vasco son ajenos en el fondo a la estructura del Estado, por lo que resulta ingenuo pensar que en un cambio de la misma radica la solución. El debate actual sobre el federalismo tiene mucho de falso y cansino, cuando hace tiempo que se ha asentado la idea del Estado de las Autonomías como ‘moderno federalismo’, por más que aún se pueda perfeccionar. Desde la Transición, los nacionalismos periféricos nunca han apostado por el federalismo, ni apunta ahora Mas a él en la tramposa primera pregunta de su anunciado referéndum. En cualquier caso, el federalismo no es una mera carcasa organizativa, implica una cultura política federal que tiene en el pacto y en la lealtad al pacto su máxima expresión. No es un descubrimiento afirmar que, dentro de la España de las Autonomías, Navarra es el mejor reflejo de ese ‘espíritu federal’, y que aunque algunos se apresuren a certificar un ‘fin de régimen’, invocar ‘más Navarra, más España y más Europa’ es toda una profesión de ‘soberanía compleja’, es decir, del final de cualquier planteamiento exclusivo de la soberanía.
Publicado en Diario de Navarra, 4 de enero de 2014