El desencanto social es consecuencia de una espera sin
esperanza, que se vuelve contra las falsas promesas de la política, y por
extensión de la democracia. Mientras se apercibe una débil luz al final del
túnel económico, la crisis política permanece estancada y amenaza la recuperación. La hipercrítica al legado de
la Transición es fruto de la desilusión de los más jóvenes, pero incorpora incuestionables
elementos de verdad. Si desde los años sesenta pudo presenciarse en España un
cierto desarrollo de la sociedad civil, paradójicamente después de 1975 el
poder político tendió a reafirmar su control sobre la sociedad. Bajos los
imperativos de la pluralidad y la permanencia democráticas, la Transición apostó
por un modelo de partidos y sindicatos fuertes, que a día de hoy se han
convertido en férreas estructuras de poder, dominadas por sus cúpulas, y son factor
principal –además de corrupción– de la actual crisis de representación e
inestabilidad políticas. Si algo debemos cambiar, empecemos por ahí.
Lamentablemente los partidos están a otra cosa, mirándose
el ombligo, inquietos sus prohombres por cuestiones de liderazgo, buscando
alzarse con él o seguir ejerciéndolo cuando ya no se tiene, manifestando un
enfermizo apego al propio criterio y modos de hacer y, en último término, un
mono de poder que algunos expresidentes no consiguen superar. Los políticos se
resisten a proporcionar alguna prueba que introduzca una pizca de futuro en el
presente y haga más soportable el ‘todavía-no’. La última Conferencia Política
del PSOE ha resultado desconcertante. Su coordinador postulaba volver a la
política sensata, recuperar consensos y liderar desde la moderación; pero lo
que proclaman sus dirigentes es un giro a la izquierda y mayor radicalismo. Era
un foro de ideas, pero en los pasillos se habló del calendario de primarias. La
ponencia aprobada ofrece lo que nadie quiere, una reforma federal de la
Constitución, pero se queda muy corta en expectativas de más calado para la
sociedad como la reforma electoral, abogando únicamente por fórmulas de desbloqueo
de las listas.
La crisis de representación política exige respuestas más
audaces, con o sin reforma del actual marco constitucional. Es verdad teórica y
práctica que la democracia no es el gobierno de los mejores, y que por ello el
sistema puede degenerar. Está claro también que el ‘demos’ no asume el poder
que formalmente se le atribuye, y que en su nombre se lo reparten unos
profesionales de la política cuyos intereses se han alejado progresivamente del
servicio a los ciudadanos. La regeneración democrática implica, en
consecuencia, un nuevo acercamiento de los representantes a sus representados,
fortaleciendo las posibilidades de control de los electores a los elegidos, a
través por ejemplo de un sistema de distritos electorales, compatible con el
criterio de proporcionalidad vigente, que aproxime los efectos del voto a
quienes lo emiten, y garantice que no se diluya la responsabilidad contraída
por el político electo. Esto es mucho más efectivo, y peligroso para el poder
de los partidos, que la apertura controlada de las listas.
Pero no basta con ese movimiento, que obligaría a los
partidos a buscar candidatos conocidos por los ciudadanos. Ni con la exigencia
de una mínima ética social (transparencia,
honestidad, responsabilidad). Los partidos tienen que asegurar niveles de formación,
competencia y dedicación entre sus políticos, estableciendo las
correspondientes reglas internas y estimulando la participación en la política
de lo mejor de la sociedad civil. El retorno a la sociedad no se consigue con
nuevas ventanillas u oficinas virtuales a la espera de que el ciudadano se acerque
a ellas para obtener información por simple curiosidad. Es el político el que ha
de realizar el esfuerzo de buscar y dirigirse a la sociedad, no para vender un
programa prefabricado de partido, sino para escuchar –a las familias, empresas,
universidades, asociaciones voluntarias, no sólo a los movimientos sociales que
más gritan– como requisito previo para llegar realmente a comunicar y hacer
comunidad. El líder es siempre un buen escuchador capaz de inspirar objetivos
comunes con visión de futuro.
Una política para la esperanza exige moderación y realismo, no
radicalizaciones y utopismos incapaces de establecer políticas viables y
prioridades en circunstancias cambiantes. Requiere igualmente voluntad de regeneración,
que haga esa esperanza fiable, manifestada en reformas que abran la posibilidad
de una política futura, donde la ejemplaridad deseable del político se
corresponda con la necesaria participación del ciudadano, investido de
facultades reales para que pueda ser un ciudadano activo y vigilante, ejerciendo
al menos –en las condiciones más favorables para él– el escaso poder del voto
que le queda cada cuatro años. Si los partidos grandes manifiestan mayores
resistencias al cambio, la oportunidad puede ser para los pequeños con libertad
de movimiento, como David frente a Goliat, apurando las posibilidades políticas
domésticas con imaginación y resolución, y obligando al resto a ensanchar el
deseo: la manera más eficaz de transformar la política.
Publicado en Diario de Navarra, 27 de noviembre de 2013